Pasa una ambulancia ululando. La gente ni siquiera vuelve la cabeza. Con los coches de bomberos es diferente. Siempre hay quien pregunta si se trata de un incendio o de una inundación, del derrumbe de un edificio ruinoso o de la explosión de una bombona de gas. Pero las ambulancias no atraen la atención. Son ignoradas por los transeúntes que siguen su camino mirando los escaparates, inmersos en sus pensamientos, enfrascados en una conversación.
El camino hay que hacerlo con calma, hay que interiorizarlo, me digo, mientras se apaga el estridor de la sirena. No vale la pena apresurarse. Hay que hacerlo como entonces, justo antes de la caída, cuando tenía dieciséis años. Fue un momento crucial. Los palos del sombrajo se tambalearon y cayeron.
La nada absorbió mis gestos, mis puntos de referencia, el sostén de mis actos. La representación se redujo a un histérico manoteo en busca de un asidero y luego a la aceptación de lo inevitable, seguida del abandono y del repliegue.
Por suerte, si de tal cosa puede hablarse, siempre hubo una resonancia lírica, nunca dejaron de flotar notas armoniosas, ni dejaron de emerger sílabas poéticas en esa debacle, de la que llegué a pensar que fue el origen de esa música callada. Ese fue mi bagaje. Esos fueron mis muñones de alas que no impidieron el batacazo, la absorción en el vacío, el descalabro, pero que imprimieron al sinsentido y al dolor una dirección. Los revistieron de promesas que me abstendré de calificar de engañosas. Fueron las armas del paladín derrotado.
Antes de que ocurriera la catástrofe, andando iba confiadamente por los soportales, soñando, entregado a la fabulación, reconstruyendo, recomponiendo, haciendo las tareas interiores propias de cualquier ser humano. Las únicas tareas que incardinan en el mundo, que lo convierten en un lugar habitable, pero que a veces se diluyen, escapan, no se percibe su aliento protector. Entonces la larga avenida con sus arcadas laterales, con su tráfico intenso, con sus altos y pesados edificios, se transforma en la antesala del infierno.
La caja de Pandora, cada vez más desvencijada, de bisagras resentidas, de cierre inseguro, se abre sola. O quizá con la ayuda de tu dedo que, fatalmente, introduces en la hendidura y empujas hacia arriba y la tapa salta. Lo que acontece después, esa desbandada de horrores, ya lo sabemos. Los monstruos, de la misma forma que los nacidos nunca más vuelven al seno materno, una vez fuera, no regresan a la caja. A lo mejor se les puede mantener a raya o negociar con ellos. Pero la verdad es que, cuando se ven libres, a tu alrededor pululando los tendrás para siempre. Hay realidades irreversibles, como la del niño que sale del vientre de su madre, o como la de los monstruos que se fugan de su antro.
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Genial como siempre tu texto Antonio. Ni en el medioevo…ni en el medievo creo que fuera la cosa tal.
Gracias, Teresa.
Está bien esa comparación con el Medievo para hablar de un determinado periodo de la vida de una persona.
Pero la Edad Media no fue tan oscura como cuentan. Por el contrario fue rica y vital pese a las supersticiones y atrasos, que enriquecen por cierto su significación. En ella están las simientes de lo que somos. En el cuento ocurre lo mismo. Un abrazo.
Un abrazo, Antonio.
Percibo la incertidumbre del vivir tras este relato. La descripción del entorno es muy cinematográfica y se disfruta mucho, con lo cual contrastas a la perfección la condición interna inasible del personaje, que está dentro de una crisis. ¿Quizá la última…? Eso que lo determine quien guste.
Interesante relato, Antonio, no sin cierto dejo lírico.
Abrazobeso cariñoso, fraterno y enorme.
En este segundo itinerario el protagonista recorre la avenida República Argentina que desemboca en la plaza de Cuba, y cruza el puente de San Telmo. Se dirige al CEU (comedor de estudiantes universitarios).
La fotografía que acompaña al texto corresponde a dicho comedor (hoy inexistente) que estaba situado en el pabellón de Uruguay de la Exposición Iberoamericana de 1929. En la cristalera de la entrada se refleja el pabellón de Chile y un eucalipto. Más allá se encuentra el pabellón de Perú y muy cerca el teatro Lope de Vega, destino del primer itinerario.
Tu observación es atinada. El relato está construido, dejando a un lado la parte introspectiva, en un estilo que recuerda las escenas de una película de acción en la que numerosos planos se suceden en poco tiempo.
Es, por supuesto, el relato de una crisis. Y una reflexión sobre «la incertidumbre del vivir» y la manera de enfrentarla. Un abrazo.
Abrazobeso siempre admirativo, bardo.