Prosigue la inacabable cadena de tiendas y oficinas que flanquean la marcha hasta el puente. Bazares indios, restaurantes italianos, hamburgueserías, muebles antiguos, diseños de interior. Delante de este negocio me paro y echo un vistazo a sus bonitos proyectos decorativos. Los hacen a la medida de tus deseos y necesidades. ¿Será lo que ando buscando? ¿En lugar de cruzar el puente no debería trasponer la entrada de esa tienda y pedir un presupuesto para redecorar mi piso?
Es un momento de duda. El puente lo tengo que cruzar yo. Los planos y su ejecución los hacen ellos. Es un momento de burla. Demasiado bien sé que el interiorismo y otras cataplasmas a lo mejor alivian momentáneamente, pero no llegan al fondo del problema, no curan. Es probable que nada cure. Ni un piso estiloso ni un psicoanalista de postín.
Entonces iba ligero. ¿Es ese el estado que quiero recuperar? Pobre de mí. Me vuelvo a detener. En un kiosco de prensa venden a buen precio las obras de Platón. Es una edición esmerada, de tapa dura. Platón es el padre de la filosofía. Pero si ya tengo en los anaqueles de mi biblioteca casi todos sus diálogos. ¿Los quiero tener repetidos?
Me respondo que no y coloco en su sitio el volumen que he cogido y hojeado. Y me adentro en la gran plaza circular en la que desemboca la avenida.
Para ser feliz se requiere cierto grado de inconsciencia del que carezco. Opté por la lucidez, por la responsabilidad. No se me escapan los detalles. No soy olvidadizo ni distraído. Mi mente es un promontorio azotado por todos los vientos. Un islote donde no hay cobijo. ¿Cómo me atrevo a hablar de felicidad?
Recorro la mitad derecha de la amplia acera que circunvala la plaza. Heme aquí ante el puente, rodeado, escoltado, asaltado, tironeado por esos engendros que siempre me acompañan, pero que, en determinadas circunstancias, como ahora, cuando se trata de cruzar un puente, se manifiestan desvergonzadamente, pregonan su presencia con grotescas gesticulaciones, con siniestras sonrisas. Si pudiera, los decapitaba a todos.
Sigo andando como si tal cosa. Los ignoro. Es lo único que se puede hacer. Ellos me pinchan y yo hago como que no me duele. Ellos presionan sobre puntos sensibles y yo me limito a tragar saliva.
Ese miedo y esa congoja no existían entonces. Son el legado de mi despertar, de mi aterrizaje, de mis pecados, de mis combates. A lo mejor el aire los dispersa mientras cruzo esa construcción tendida sobre el vacío. Los puentes desafían a la nada. Es uno de los lugares donde se está más expuesto. Solo con esa cohorte de bufones y de demonios.
Los puentes nos descubren, en el sentido de que nos ponen al descubierto. Nos ofrecen también la posibilidad de transmutar nuestra debilidad en entereza.
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Magnífico texto Antonio. El hombre lleva años tapándose a conveniencia de la antipatía, así se ha vuelto de la misma cualidad.
Nos ocultamos para protegernos o por otras razones. Lo malo es que un gesto repetido muchas veces acaba convirtiéndose en una segunda naturaleza que puede incluso desplazar a la primera. Un abrazo.
Brillante narración de lo que es el desasosiego, la abulia, la desorientación, la inquietud espiritual que se derivan de la melancolía, como la llamaban in illo tempore, y que desde el surgimiento de la siempre cuestionable psicología moderna se le apodó depresión.
Los tropos que describen las sensaciones de este estado son inmejorables.
Texto bello, magister.
Vaya mi deseo para un buen comienzo semanal junto al infaltable abrazobeso cariñoso y fraterno.
Este segundo itinerario es otra inmersión en esa personalidad neurótica de la que te hablaba en otro comentario.
Hay un momento de ruptura, de pérdida, de hundimiento que marca un antes y un después.
El protagonista habla de recuperar la ligereza de antaño, que es un estado que se hizo añicos.
Platón ayuda, pero ya tiene la mayoría de sus libros en su biblioteca. Del Prozac ni hablemos.
El personaje constata asimismo que los demonios, los bufones, los fantasmas, todos esos engendros a los que quiere cortar la cabeza están vivos y coleando. Que la caja de Pandora, una vez abierta, inaugura una situación irreversible.
Ahora se dispone a cruzar el puente, ahora va a hacer la prueba de si es verdad que alcanzar la otra orilla supone un renacimiento. Un abrazo.