Un día que Peláez y yo estábamos de cháchara con los compañeros del Comité de Jardinería, estos comentaron que la parte del Parque lindante con la zona residencial era la idónea para sembrar mirtos.
En ese sector hay cipreses, estatuas de mármol y estanques, que ellos visualizaban encuadrados en setos de ese oloroso arbusto.
La idea era del agrado de todos. El marco era el adecuado. La planta no requería de cuidados especiales. Los rosales que había actualmente estaban viejos y había que sustituirlos. Estas y otras razones se adujeron a favor de los mirtos.
En la próxima reunión, los jardineros acordaron presentar una moción proponiendo este cambio. Estaban seguros de que prosperaría.
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En posteriores encuentros supimos que el asunto de los mirtos iba sobre ruedas. De seguir así, esta propuesta se aprobaría en la próxima Asamblea.
Contaban con el apoyo del Comité de Urbanismo, que incluso redactó un informe positivo.
En los contactos previos el proyecto había sido acogido favorablemente. Los sondeos presagiaban el suficiente número de votos para que la moción saliese adelante.
En este clima de confianza se celebró la Asamblea, a la que Peláez y yo no asistimos.
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A los tres días de su celebración regresamos en la barredora al Gran Parque del Oeste y nos dirigimos al pabellón donde nuestros compañeros guardan las herramientas y las semillas.
Hablamos con un jardinero bajito que se había mostrado entusiasmado con la idea. Nos informó que la Asamblea no había decidido nada al respecto.
Un porcentaje elevado de participantes se abstuvo de votar. Los que lo hicieron quedaron divididos en dos grupos paritarios: el que propugnaba la siembra de mirtos y otro que era partidario de plantar margaritas.
Como es habitual en estos casos, la cuestión quedaba en manos de un grupo de expertos que estudiaría las dos opciones y elaboraría un dosier que sería presentado en la próxima Asamblea.
Una vez estudiado el expediente, se pasaría a una segunda votación. Si esta nueva consulta no zanjaba la cuestión, a la Mesa Permanente le asistía el derecho de adoptar la medida que considerase oportuna.
Se imponía un compás de espera. Peláez y yo coincidimos en que había que tener paciencia. El jardinero bajito movió la cabeza y replicó que no se trataba de una simple demora.
Le pedí que fuese más explícito. La oposición al proyecto de los mirtos y la alternativa de las margaritas estaban encabezadas por un representante municipal. Era sabido que, cuando uno de esos delegados se inmiscuía en un asunto, algo se cocía.
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¡Mucho tiempo antes creía más en las casualidades Antonio, ahora ya no!. Excelente texto. Un abrazo.
Las casualidades son significativas. Es lo menos que se puede decir de ellas.
Tu texto me aparece como si se tratase círculos unos más pequeños metidos en otros mayores, y así sucesivamente…
¿Como las cajas chinas o las muñecas rusas? Es un relato que se desarrolla en fragmentos en los que se van desvelando unos hechos que no son casualidades. Mañana publico el desenlace. Un abrazo.
La pesada losa llamada burocracia, que sólo ha servido para enterrar iniciativas, mantener el status quo tantas veces caduco, y repartir según la ley del embudo. «Todo para mí, poco o nada para los demás.»
Deliciosa lectura de un texto redondo.
Un abrazobeso admirativo, fraterno y con cariños, magister meus.
La burocracia es una bestia parda. Es, como dices, una pesada losa que gravita sobre el ciudadano paralizándolo, irritándolo, contribuyendo (aunque pregone lo contrario) al malestar social.
En el relato se plantea una sociedad más bien utópica, es decir, bien organizada, en la que el factor humano sigue jugando malas pasadas. De hecho, ese factor es un virus capaz de arruinar cualquier utopía. Un abrazo.