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Posts Tagged ‘mirtos’

6

“Es precioso” dijo Luisa. “Mira, cariño, ¿no es una maravilla?”.

Carmelina estaba demasiado débil para concentrar su atención en nada.

“Déjala que duerma un rato” propuso Pedrote. “¿Tienes ganas de dormir? Échate sobre mi hombro”.

Carmelina negó con la cabeza. Haciendo un esfuerzo añadió: “No tengo sueño” “No te preocupes, corazón. Recuéstate de todas formas, así estarás más cómoda”.

Los montes alfombrados de hierba estaban salpicados de florecillas que, en algunos lugares, formaban apretados rodetes.

Tras el baño de negrura nuestra visión se había agudizado hasta el punto de distinguir las delicadas corolas, las hojas ovaladas o lanceoladas, los tallos lisos y finos.

“¡Allí! ¡Allí!” gritó Luisa señalando con el índice un jaral. Pedrote se incorporó. También yo miré en esa dirección.

Aparte de los arbustos, ni Pedrote ni yo vimos ninguna cosa digna de tanto revuelo.

“¿Todavía no?” “Ya” anunció, triunfante, Pedrote. “¿Te refieres a esas setas?”.

En ese mismo instante, al conjuro de la palabra, las localicé. Cómo no las había descubierto antes, me pregunté con los ojos fijos en esos capuchones, algunos de los cuales estaban roídos por el borde de modo que las laminillas interiores eran perceptibles.

Cuando dejamos atrás la congregación de setas, Pedrote exclamó: “¡Fabuloso!” “Tendrías que haberlo visto” dijo Luisa a Carmelina. “¿Qué?” musitó esta.

Luisa se lanzó a una prolija explicación, pero Carmelina apenas prestaba oídos limitándose a asentir de vez en cuando.

Los parcos monosílabos no desanimaron a Luisa que se explayó en la descripción. Pedrote la interrumpió para advertirle que Carmelina podía marearse con tanto parloteo. Pero ella hizo caso omiso y, hasta que no agotó el tema, no se calló.

Cuando más adelante descubrimos en un prado varias pelotitas abolladas, Luisa se alborotó de nuevo.

“¿Qué es eso?” repetía con obstinación. “¡Ay, querido, tienes que parar! Nunca he visto nada parecido”. “Yo sé lo que es” dijo Pedrote. “Se llama…” Y quedó pensativo.

“Que pasamos de largo” “Ya lo tengo: son pedos de lobo” “¡Cómo te gusta tomarnos el pelo!”.

“Pedrote tiene razón” dije y conté que, de niño, cuando iba a casa de mi abuelo materno que vivía en una aldeíta, me distraía buscando esas esferas vegetales para pisarlas y observar la nubecilla de polvo negruzco que expelían.

Luisa, que escuchaba encantada, no podía creer que aquello fuera un hongo. “Vamos de sorpresa en sorpresa” concluyó.

La próxima fue un solitario altramuz engalanado de vainas. Y a esta sucedieron los mirtos de menudas hojas, los tersos y brillantes ranúnculos, el culantrillo, los helechos, la mejorana.

En realidad, no había que esperar a que surgiera el prodigio. Cualquier insignificancia se revestía de majestad si era contemplada cabalmente.

Los ojos sólo parecían sentirse atraídos por lo pequeño. A veces nos proporcionaban una visión de conjunto que duraba el tiempo de un relámpago. Y en seguida volvían a detenerse en la pulida superficie de una baya o en un racimo de granulosos madroños.

Los espacios abiertos les resultaban demasiado confusos. Los vastos encinares no se reducían siquiera a un solo ejemplar, sino a una plaquita abarquillada a punto de desprenderse de la corteza del tronco.

 

 

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III

No hacía más que darle vueltas a este tema. Una tarde fui a ver a Anselmo, otro de los jardineros, en su propio domicilio.

Necesitaba cambiar impresiones. Anselmo era un hombre mayor y amable. Me invitó a una taza de café y empezó a hablarme de un pensador alemán del que estaba leyendo un libro.

Me preguntó si me interesaba la filosofía. Le respondí que no. Sonrió y afirmó que se estaban perdiendo las buenas costumbres.

Aproveché una pausa para abordar el contencioso en curso, cuyo fallo urgía pues estábamos en la época de plantación.

“En la época de plantación de los mirtos, no de las margaritas” precisó.

Por su tono de voz deduje que la tardanza podía ser una maniobra para presentar un hecho consumado.

-o-

Después de esta visita me encaminé al Gran Parque del Oeste. La tarde era tibia, daba gusto pasear.

Me senté en un banco, frente a una pudibunda Venus que trataba de cubrir su desnudez con sus brazos.

Habían arrancado los rosales y removido la tierra. Cerré los ojos e imaginé el aspecto que ofrecería este sector cuando los fragantes mirtos estuviesen florecidos.

Cuando los abrí, una pareja avanzaba despacio entre las dos hileras de cipreses.

Él la agasajaba con enternecedoras sonrisas a las que ella correspondía con mohines que, poniendo buena voluntad, podían pasar por afables.

Al hombre se le veía engolosinado, un punto empalagoso quizá. Ella se dejaba querer. Él era quien hablaba y hablaba, como si quisiera convencerla de algo. Con frecuencia señalaba a un lado y a otro, trazando dibujos invisibles en el aire a los que ella no prestaba mucha atención.

Ajenos a mi presencia, se pararon al lado de la Venus. Pensé que iban a sentarse también en un banco, pero él cogió del brazo a la mujer y prosiguió sus explicaciones.

Iba a levantarme cuando una frase de ella llegó a mis oídos haciéndome cambiar de opinión. En realidad lo único que capté claramente fue la palabra “margaritas”.

¿Era casualidad que esa pareja estuviese hablando de esas flores? ¿Conocían el proyecto en fase de aprobación?

La pareja se alejó y no pude oír nada más. Una sospecha cobró cuerpo. Dejé el parque con el propósito de hacer algunas indagaciones.

-o-

Antes de que se celebrase la Asamblea donde se resolvería este conflicto, empezaron a circular rumores que otorgaban el éxito a la propuesta del representante municipal.

Ni siquiera habría que recurrir a la medida extraordinaria de dejar la decisión en manos de los miembros de la Mesa Permanente. Se procedería a una nueva votación en la que se obtendría una abrumadora mayoría.

Las filtraciones mismas eran un signo agorero. A casi nadie escapaba que su finalidad era preparar el terreno.

Entre los jardineros cundió el desánimo. En nuestros encuentros no se hablaba de este asunto. Si yo lo sacaba a colación, con una mal disimulada indiferencia se encogían de hombros.

Para mis averiguaciones pensé en acudir a Anselmo, pero fue el jardinero bajito quien me aclaró un par de puntos.

Estaba vaciando las papeleras de uno de los paseos cuando lo vi en mitad de un cuadro de flores con un almocafre en la mano.

Me acerqué y lo saludé. Estaba abstraído en su tarea y se sobresaltó. “¡Ah, eres tú!” dijo.

Para entablar conversación le pregunté qué plantas eran. “Tulipanes” respondió.

Maquinalmente me quité los guantes. “¿El representante municipal que propuso la siembra de las margaritas está casado?” “Sí, y también tiene una querida a la que ha instalado en la zona residencial. O eso se cuenta al menos”.

El jardinero se agachó para seguir cavando.“¿Qué alegan para no aceptar la siembra de los mirtos?” “Que, como crecen con lentitud, no estarán florecidos para la Fiesta de Primavera” “Con las margaritas no hay problemas” “Ninguno”.

 

 

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II

Un día que Peláez y yo estábamos de cháchara con los compañeros del Comité de Jardinería, estos comentaron que la parte del Parque lindante con la zona residencial era la idónea para sembrar mirtos.

En ese sector hay cipreses, estatuas de mármol y estanques, que ellos visualizaban encuadrados en setos de ese oloroso arbusto.

La idea era del agrado de todos. El marco era el adecuado. La planta no requería de cuidados especiales. Los rosales que había actualmente estaban viejos y había que sustituirlos. Estas y otras razones se adujeron a favor de los mirtos.

En la próxima reunión, los jardineros acordaron presentar una moción proponiendo este cambio. Estaban seguros de que prosperaría.

-o-

En posteriores encuentros supimos que el asunto de los mirtos iba sobre ruedas. De seguir así, esta propuesta se aprobaría en la próxima Asamblea.

Contaban con el apoyo del Comité de Urbanismo, que incluso redactó un informe positivo.

En los contactos previos el proyecto había sido acogido favorablemente. Los sondeos presagiaban el suficiente número de votos para que la moción saliese adelante.

En este clima de confianza se celebró la Asamblea, a la que Peláez y yo no asistimos.

-o-

A los tres días de su celebración regresamos en la barredora al Gran Parque del Oeste y nos dirigimos al pabellón donde nuestros compañeros guardan las herramientas y las semillas.

Hablamos con un jardinero bajito que se había mostrado entusiasmado con la idea. Nos informó que la Asamblea no había decidido nada al respecto.

Un porcentaje elevado de participantes se abstuvo de votar. Los que lo hicieron quedaron divididos en dos grupos paritarios: el que propugnaba la siembra de mirtos y otro que era partidario de plantar margaritas.

Como es habitual en estos casos, la cuestión quedaba en manos de un grupo de expertos que estudiaría las dos opciones y elaboraría un dosier que sería presentado en la próxima Asamblea.

Una vez estudiado el expediente, se pasaría a una segunda votación. Si esta nueva consulta no zanjaba la cuestión, a la Mesa Permanente le asistía el derecho de adoptar la medida que considerase oportuna.

Se imponía un compás de espera. Peláez y yo coincidimos en que había que tener paciencia. El jardinero bajito movió la cabeza y replicó que no se trataba de una simple demora.

Le pedí que fuese más explícito. La oposición al proyecto de los mirtos y la alternativa de las margaritas estaban encabezadas por un representante municipal. Era sabido que, cuando uno de esos delegados se inmiscuía en un asunto, algo se cocía.

 

 

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