Aun sabiendo que era un error, acepté la invitación. Esa comida era una trampa, un cepo en el que quedaría apresado. No destaco por mi perspicacia, pero no era necesario ser un águila para hacerse una idea bastante exacta del curso de los acontecimientos.
Tras sopesar los pros y los contras, tras calcular las consecuencias, tenía que haber rehusado la propuesta. Ni águila ni lince debía ser para abstenerme de sentarme a la mesa con un sindicalista gordo, valga la redundancia, un historiador revisionista que había vuelto del revés él solo la historia patria (“como si fuera un calcetín” según sus propias palabras) y ahora estaba inmerso en hacer otro tanto con la universal, y la anfitriona, la famosa Fernanda, una mujer de ideas tan avanzadas que podía permitirse mirar por encima del hombro a cualquiera. Ella era la punta de lanza de la vanguardia que se clavaba inmisericorde en las partes blandas de sus oponentes.
La famosa Fernanda había preparado un almuerzo a la altura de su reputación, es decir, refinado y pantagruélico, pues todos los comensales apreciaban por igual la calidad y la cantidad. El buen saque del sindicalista, en particular, era legendario.
De primero despachamos una lasaña de bogavante. Decir que estaba exquisita es poco. La dueña había elaborado ella misma la pasta, dejándola reposar cubierta con un paño húmedo y en un lugar oscuro y bien ventilado exactamente cuarenta minutos, así como el relleno y la salsa. Todos repetimos dos veces menos el representante de los trabajadores que engulló tres abundantes raciones.
De segundo la anfitriona nos sirvió unos pichones con setas. Un plato digno del restaurante más empingorotado. Ella misma deshuesó las aves e hizo todo lo demás. Dado que el proceso es harto complicado, a pesar de que nos lo explicó, no lo consignaré por temor a trabucarlo todo. El resultado fue espléndido. Los pichones bañados en el jugo de su cocción fueron calificados con toda justicia de «bocato di cardinale» por el historiador. Todos comimos tres, menos el sindicalista que comió cinco, y se quedó mirando con la pena pintada en el rostro cómo la famosa Fernanda retiraba la fuente con los cuatro restantes.
De postre tuvimos chocolate con frutas rojas y helado de caramelo, ambos para relamerse de gusto. Y no quiero pasar por alto, porque sería bajeza moral, el capítulo de los vinos. La famosa Fernanda había estado recientemente en Portugal de donde regresó, según palabras textuales suyas, cargada de botellas. Con la lasaña de bogavante bebimos un blanco con reflejos dorados que respondía al nombre de Quinta do Vale Santo. Con los pollos de paloma un tinto con irisaciones de teja, un reserva del siglo pasado, llamado Conde de Cantanhede (pronúnciese “cantañede”). No anoto por rubor el número de botellas trasegadas. Puesto que estábamos comiendo su efecto fue el deseado, salvo las previsibles extralimitaciones verbales y puntuales contratiempos como volcar una copa sobre el bordado mantel, accidente al que la famosa Fernanda se sobrepuso exhalando un profundo suspiro y profiriendo un comentario mordaz.
Ya se puede imaginar de qué modo transcurrió la sobremesa, cuando pasamos al coqueto salón contiguo para tomar el café y los licores y fumar quien fumase.
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