Como los espíritus estaban alegres y las lenguas sueltas, como la ausencia de complejos y prejuicios era absoluta, pusieron patas arriba o de vuelta y media, dependiendo de los casos, todo lo que consideraron oportuno, es decir, todo lo que no entraba en sus esquemas, todo lo que no les gustaba, cualquier cosa que cuestionase su ortodoxia. Esto quiere decir que pronto me quedé solo. Ellos sabían y yo sabía que había sido invitado en calidad de disidente. Y había llegado la hora de que cada cual asumiera su papel.
Sin habla, apabullado por una argumentación implacable entreverada de sarcasmos que a ellos hacía reír y a mí afianzarme en mi silencio, aguanté el chaparrón. Finalmente, olvidándose de mí, que a fin de cuentas no molestaba sentado en mi sillón, se pusieron a hablar o a desbarrar, según se mire, entre ellos.
La voz cantante la llevaba el historiador revisionista que primero dejaba a los títeres sin cabeza y a continuación les colocaba las diseñadas por él. La famosa Fernanda, que alardeó de no necesitar presentación ni tarjeta de visita, demostró sin sombra de duda que era la madre, la hija y el espíritu santo del progresismo. El sindicalista estaba embotado.
Las peroratas trufadas de escabrosidades no eran ni tan ingeniosas ni tan transgresoras como ellos creían. Mucho más epatante, por emplear un barbarismo caro a la famosa Fernanda, era que esas chiquilladas les resultasen tan divertidas a tres adultos.
A pesar de lo bueno que estaba el licor de avellana, del que me servía con asiduidad, me dije una vez más que no tenía que haber aceptado esa invitación. Este magnífico almuerzo “chez” la afrancesada Fernanda no me iba a salir gratis.
Cuando empezaron a dar un curso acelerado de “savoir vivre”, empecé a sentirme mal. No era consciente de haber comido y bebido tanto. Menos que cualquiera de los otros comensales, me decía mientras me arrellanaba en el sillón buscando una postura que aliviara mi malestar.
Los otros acabaron dándose cuenta de que me pasaba algo. Me preguntaron. Para entonces ya me había puesto más blanco que la pared, y me había roto un sudor frío. Se asustaron.
Mientras el sindicalista y el historiador me abanicaban para reanimarme, la famosa Fernanda telefoneó al 061. El médico no habló de indigestión sino de síncope. Rápidamente me metieron en la ambulancia y me condujeron al hospital.
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