II
Componiendo una estampa quijotesca, la alta y la baja marchaban la una al lado de la otra sigilosa y acompasadamente. Y así enfilaron el camino que conducía al huerto de cruces.
Me quedé parado preguntándome si valía la pena seguir. Ya sabía adónde iba mi amiga. Puesto que era la noche de los difuntos, di por descontado que las dos mujeres la pasarían velando al lado de la tumba de un ser querido.
No me apetecía recorrer ese camino largo y recto ni siquiera garrocha en mano.
La noche era oscura. Las nubes amenazaban lluvia. Pero no hacía frío. Mi repeluzno se debió a otros motivos.
Reflexioné apoyado en la lanza y caí en la cuenta de que aquí no había costumbre de acompañar a los muertos en el cementerio, ni en este día ni en ningún otro. Nunca había oído hablar de semejante tradición.
Esta constatación me dejó confuso. Sólo había una forma de despejar el enigma de la dos mujeres de negro.
Si no me arriesgaba, nunca averiguaría el secreto de Paqui, las razones que la movían a una conducta tan peculiar.
Apreté fuertemente el palo de la pica y me dije que de los cobardes nunca se había escrito nada.
Mientras avanzaba, traté de encauzar mis pensamientos por derroteros tranquilizadores. La pesadez atmosférica era sofocante.
En la cancela me detuve de nuevo. Los cipreses se perdían en las tinieblas. Tal vez hundían sus puntiagudas cimas en las panzas de las nubes.
Sólo distinguía las sepulturas más cercanas y el inicio de las primeras hileras de nichos.
La mujer alta y demacrada y la mujer baja y rolliza habían desaparecido en el interior del cementerio, a cuya entrada me preguntaba angustiado: “¿Qué hago? ¿Qué hago?”.
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