Como cada hijo de vecino, disponía de un repertorio de pequeños placeres que me ayudaba a remontar los días. Pero esas compensaciones, que la vida o yo mismo me ofrecía, no me colmaban.
Cuando acabé en la Universidad, tras unas vacaciones en Canarias, empecé a preparar oposiciones para el Cuerpo de Abogados del Estado. No era necesario que hiciese ese esfuerzo. Mi padre tenía amigos en empresas que, de habérselo pedido, me habrían ayudado.
No obstante, mi proyecto no le desagradó. Podía intentarlo y si no lo lograba, él se pondría en contacto con esos conocidos.
Saqué el número cuatro. Así que no hubo que recurrir a nadie.
A partir de ese momento los acontecimientos se embarullaron hasta el punto de que soy incapaz de exponer coherentemente su desarrollo. Me ocurre como con mis años infantiles: mi memoria flaquea, se muestra reticente y contradictoria.
Aunque me empeñe, no consigo poner en pie ese periodo de mi vida. Leía voluminosos dosieres. A veces se me agarrotaban los dedos y no podía hacer el nudo de la corbata. Tomaba varias tazas de café a lo largo del día. Me aficioné al coñac. Mis camisas eran de un blanco impoluto.
A los ojos de los demás pasaba por un ambicioso. Tanta actividad como desplegaba sólo era explicable por mis ansias de destacar.
No me molesté en responder a esas habladurías. ¿Qué tenía que ver con ellas? Pero proliferaron y me envolvieron. Yo seguía haciendo mi vida sin atender a las escasas recomendaciones ni a los numerosos presagios.
Antes de salir para el despacho cepillaba los zapatos. Comía en buenos restaurantes. Era un funcionario eficaz y cumplidor. Exigía que los demás lo fueran también. Coleccionaba corbatas de seda.
Caí enfermo. Un día no pude levantarme de la cama. Me dolía la cabeza. Los miembros me pesaban como el plomo. Ni siquiera pude telefonear a mi secretaria para decirle que no iría a trabajar. Esa mañana tenía una reunión importante.
Me adormilaba. Al rato me despertaba sobresaltado pensando en la reunión. Luego el sopor me vencía de nuevo. Acabé por perder la noción del tiempo.
Durante varios días permanecí en ese estado de aletargamiento. Oía el timbre de la puerta y el del teléfono pero sonaban muy lejos.
Estos hechos ocurrieron hace dos meses. Estoy recuperado. Pero no voy a volver a mi despacho.
He aprovechado mi convalecencia para pasear y pintar. La semana pasada fui al Museo de Bellas Artes del que es usted ilustre director.
Salvo algunos turistas silenciosos, las salas y los patios estaban vacíos. Disfruté de una paz de cuya existencia dudaba.
Por último fui a tomar una infusión a la cafetería. Yo era el único cliente. El camarero entabló conversación conmigo. Hablamos un poco de todo. Le comenté que había dejado mi empleo y buscaba otro. Me dijo que en el museo había una plaza libre de vigilante.
Cuando le pregunté qué documentos debía presentar y a quién debía dirigirme, se extrañó. Mi aspecto no respondía a su perfil de vigilante. No obstante, me dio la información que deseaba.
No sé si reúno los requisitos para ocupar esa vacante. Es a usted a quien corresponde decidir sobre esta cuestión. De lo que estoy seguro es de que este es el puesto que me conviene. Atentamente.
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No me ha decepcionado, Antonio. Hay un atinado cambio de fraseo en el último tramo del relato(frases más cortas y contenidas) que conviene mucho a la casi inevitable necesidad de un final cerrado. Formalmente adecuado, por lo demás, a la sustantiva transformación del narrador. Un abrazo.
Quizá ese cambio estilístico se deba también a las revisiones a que ha sido sometido el texto. Las frases cortas, telegráficas, son muy efectivas. Hemingway recurría constantemente a ellas.
Aprecio mucho tu reseña crítica que revela a un fino lector, condición «sine qua non» para ser asimismo un buen escritor. Un abrazo.
Gracias, Antonio. Que haya siempre textos como este. Es lo importante. Otro abrazo
¡Vaya vuelta de tuerca que ha tenido el personaje narrador! Excelente relato. Ha sido muy ingeniosa tu forma de estructurarlo como carta. Esta feliz decisión permite que la historia fluya ligero desde el inicio (pensando uno en que es la historia de alguien con vida común y corriente) hasta llevar a tu lector al final, donde queda claro que no es la vida de alguien común y corriente, o quizás sí, pero que decidió ante las circunstancias dejar de serlo.
Abrazobeso grande, fraterno y con harto cariño, magister carissimus.
Una decisión necesaria para su propia supervivencia. El tema de la transformación, de la metanoia, recorre este cuentito. El protagonista acaba comprendiendo que ser es antes que tener (dinero, prestigio, influencia, posición…). Eso suele ocurrir: nos dejamos arrastrar, queremos más y atrás va quedando lo que vale la pena (el saxofón, el corral con las gallinas, los paseos…). El solicitante redescubre su gusto por el arte y por la contemplación y el silencio. Por la autenticidad en suma. Esperemos que el director tenga a bien darle ese puesto de vigilante. Un abrazo.
Uyyyyyyy….estoy un poco descepcionada pensé que iba a descuartizar el protagonista al ilustrisimo señor . ( sonrisaaaaaaaaaaaa) Me gusta el estilo , el contenido , el protagonista. ¡Que oficio puede ser mejor que un vigilante en museo. ? Un beso.
Descuartizar al director, sobre todo si le deniega el trabajo, hubiera sido una posibilidad mucho más novelesca. Otra, la aquí escogida, es presentar su caso más que a ese importante señor, a sí mismo.
Personalmente ese trabajo no me parece mal, aunque prefiero el de escritor. Un abrazo.
Entiendo ese deseo de querer un trabajo, digamos por debajo de tus capacidades pero que te deje libertad interior.
Yo creo que has mantenido muy bien el pulso hasta el final.
Lo has entendido y expresado perfectamente. Para algunas personas es más importante esa libertad interior a la que las obligaciones y las formalidades arrinconan.
Gracias por tu apreciación.