Es difícil no deslizarse hacia un paternalismo con menos alcance que los tirachinas que compro a mis nietos en el kiosco de la esquina. Pero más difícil todavía es pasar por alto ciertas señales sin hacer ningún comentario.
Me refiero concretamente a las ojeras que mi hija achaca a la falta de sueño. Y sospecho que también al exceso de alcohol. Ya le he dicho que la solución de los conflictos no está en el interior de una botella. Ni los náufragos ni los cosacos son referentes fiables.
Lo único que ha conseguido es una gastritis a cuya aparición habrá contribuido el eterno cigarrillo que tiene entre los dedos.
Es libre de fumar, de beber, de trasnochar y de no comer. Es libre de venir a verme o de telefonear para interesarse por nosotros y comunicarnos que se va a Portugal con unos amigos a pasar cuatro días aprovechando un puente.
No tengo argumentos para convencerla de que algo no va bien, ni tampoco me queda el discutible consuelo de darle consejos en cuyo valor no he creído yo mismo.
Si cometiera esa imprudencia, la alejaría más de mí. Entre los pocos recursos de que dispongo, me sirvo de la insinuación, de la sugerencia, de los juegos verbales que pretendo ingeniosos, de establecer lazos de complicidad entre ambos, de reinstaurar el clima de camaradería de antaño, cuando nos aliábamos en secreto y nos íbamos los dos solos al cine o cuando se las arreglaba para que, so pena de violar un pacto sagrado, le comprara un disco o cualquier otra cosa.
Esas tretas me valen de bien poco. Desde el momento en que huele que intento abordar determinados temas, cambia de conversación, hace un chiste o mira el reloj, que es su arma más temible, y anuncia su retirada.
Sabe cuál es mi punto flaco. No me queda otro remedio que dar marcha atrás.
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Me veo forzado a ser un mero espectador. Esta situación la vivo como un castigo. En mi opinión el espectador es un elemento pasivo e impotente. No hablo, por supuesto, de quien va al cine.
Me refiero a quienes piensan que la vida es un teatro, nada atractivo además, y se sientan en su butaca a contemplar el desarrollo. Lo que ellos no saben es que en esa función a ellos les ha tocado el papel menos lucido: el de figurantes. Otra cosa diferente es que a uno se le arrincone.
Al abordar esta cuestión con mi hija Rosario, que me escucha con deferencia, para darme ese pequeño gusto, no poniendo en mis palabras más que la atención necesaria para no perderse y poder corroborar o refutar un punto determinado de mis reflexiones, intuyo que no basta con encarnar un personaje.
Esa asunción voluntaria o impuesta es a la postre tan banal como la pretensión de no participar en la gran pantomima.
¿No es un desatino jugar a ser feliz porque así lo mandan las circunstancias? ¿Representar no ya de cara a los otros sino ante uno mismo los actos de una obra donde no tienen cabida los sentimientos y las necesidades del cómico?
Si fuera posible, cambiaría el cariño y la admiración que le inspiro por tener con ella una conversación de la que estuvieran ausentes las consabidas bromas y los trillados tópicos.
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Pero si la actitud de mi hija me subleva, ¿por qué no soy yo quien toma la decisión de hablar claro?
¿Por qué esta angustia? ¿Por qué estos temores? ¿Estoy también rehuyendo lo esencial?
Hoy ha telefoneado. Vendrá el domingo. La alegría de verla ha obrado en mí un efecto inmediato. Mi mujer y mis otros hijos, como siempre, se han percatado de esta transformación y me han lanzado las pullas de rigor que he soportado sin rechistar. Incluso sus sarcasmos forman parte del ritual de la llegada y, aunque frunza el ceño, no me molestan.
Desde ahora mi empeño se centrará en hallar los medios más eficaces para retenerla el mayor tiempo posible.
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Las tres primeras secciones del relato me hicieron pensar que me encontraba frente a una brecha generacional: la de un padre y una hija. Iba a comentarlo, pero me contuve esperando a la segunda parte. E hice bien, pues la cosa creo que no va por ahí.
Pienso que relato mantiene una tensión continua: algo falta, hay algo oculto, algo por descubrir… Hay una relación entre un padre y su hija pequeña, ella le espera, le adora; hay un hombre maduro con una trayectoria personal y profesional que él mismo califica de activa y resolutiva; y en el centro, hay ese mismo hombre maduro con un ansía -¿melancólica?- por recobrar una relación con una hija que ya ha crecido y que no lo necesita. ¿El punto flaco de ese hombre maduro?: que ella mire su reloj, que decida abandonarlo. No sé Antonio, pero yo no le envidio la vejez…
Me ha gustado mucho. Un cordial saludo
Gracias, Álvaro, por tu comentario que me ha llevado a replantearme el sentido de este relato. En efecto, no se aborda el salto generacional, esa distancia que se establece entre padres e hijos por diversas razones.
El relato trata más bien de la brecha interior que, en este caso, el padre percibe en su hija.
Algo no va bien a pesar de que la vida le sonríe. Es una trampa en la que se cae a menudo. Me refiero a vivir con arreglo a las expectativas ignorando la propia realidad y las propias necesidades.
Este padre tiene un cariño especial a esa hija. Y es ese amor el que, a pesar de la inteligencia y la intuición paternas, le impone silencio. Creo que no es raro que los padres obren así. Saludos cordiales.
Es muy difícil ser padre. O madre. Respetar las decisiones dr los hijos cuando crecen, sin intervenir aun cuando veas que algo va mal.
Claro, la vida es un teatro pero en el que nos vemos obligados a actuar. No siempre podemos ser espectadores más o menos indiferentes.
Sin duda ser padre o madre es una tarea difícil. Los que lo somos podemos dar fe de ello. Como dato curioso te diré que, cuando escribí este relato que tiene sus años, yo no lo era.
El tema que me interesaba era el de las falsas expectativas, el de la impostura interna, el de las fachadas felices que no se corresponden con el interior. El del «teatro» en suma.
Me salió un padre demasiado amoroso para decirle a su hija que algo iba mal, a pesar de lo acertado de sus reflexiones. Ahora sé que los padres podemos actuar así, y no por cobardía. Un abrazo.
Retrato cabal de la mortificación por quienes queremos, pero cuyo silencio obstinado impide acercarse y extender la mano, el apoyo. No hay nada más duro que los problemas y dolores tragados en silencio. No hay nada más difícil que comprender que el ser querido está en sufrimiento y no hay cómo auxiliar.
En este relato juegas muy bien con la constante preocupación de los padres por los hijos, en especial en nuestra cultura hispánica donde tenemos más apego por la familia.
Te mando un fuerte abrazobeso con cariño fraterno y fiel admiración, Antonio querido.
En este caso el silencio del padre no es un silencio cobarde. Cuando queremos a alguien, el temor de perderlo o alejarlo nos ata las manos.
Pero el padre es lúcido y está vigilante. Es la hija quien tiene que tomar la decisión y quien tiene que tomar conciencia de que algo no va en su vida.
El padre estará ahí cuando llegue ese momento. Los hijos piden un amor incondicional (cualquier amor verdadero lo es), pero no todo es asumible por los progenitores. Un abrazo.
En efecto, los hijos exigen muchas veces incondicionalidad, pero no siempre la retribuyen a sus padres. Lo he palpado y me parece injusto, pero así es.
Amor es de dos vías, va y viene, y la incondicionalidad ha de ser recíproca para que pueda ser completo.
La actitud del padre es la prudente, jamás cobarde, nada ni nadie puede forzarse.
Abrazobeso con cariño fraterno. cher Antonio.
Me temo que, como padres, tendemos a considerar a nuestros hijos «menores de edad», con independencia de las primaveras que hayan cumplido. Y son adultos, con sus propias opiniones, deseos y manías. ¿Estaríamos cualquiera de nosotros —padres, madres— dispuestos a aceptar que alguien nos dijese a estas alturas cómo hemos de vivir? Creo que el personaje de tu relato —me parece increíble que lo escribieses sin tener hijos— lo sabe por pura intuición o por el amor que profesa a su hija: por eso espera impaciente su llegada y se conforma con tenerla a su lado y prolongar su presencia, sin reproches. Un relato precioso ¡que cada uno de nosotros interpretamos de forma diferente!
Si eres padre o madre, lo eres ya para toda la vida, aunque por supuesto hay progenitores desnaturalizados.
Queremos a nuestros hijos y ese amor puede hacer que perdamos la objetividad. Yo tengo tres, ya creciditos. Pero este relato no refleja esa situación porque, como especifiqué en otro comentario, cuando lo escribí no tenía ninguno (por cierto, hijas no tengo).
El padre del relato se percata de la crisis por la que atraviesa su hija, de que algo no encaja, de que hay mar de fondo. Ese es el núcleo de la narración. Eso era lo que me interesaba entonces: exponer y estudiar ese desajuste. A lo mejor era también un ensayo de mi próxima paternidad 🙂