La producción de Celaya tiene una vertiente social bien conocida, pero tiene otra más inmediata en la que celebra el puro gozo de existir. “Buenos días” es un ejemplo de esa poesía palpitante con la que tan fácilmente se identifica el lector.
Este poema, como otros de Whitman o Kipling, pertenece a la categoría de los terapéuticos, de los que reconcilian con la vida y con uno mismo.
“Buenos días” es un canto al hecho de que, bombeada por el corazón, la sangre corra por las venas, de que los sentidos nos permitan disfrutar de actividades tan comunes como un zumo de naranja o un paseo matinal. Levantarse, desayunar, estirar las piernas, saludar a los árboles y a los pájaros: ahí radica la felicidad. Un estado de gracia al alcance de cualquiera. Lo que el poeta hace lo podemos hacer todos, no hay nada extraordinario en sus actos. Se limita a hacernos partícipes de su alegría y a mostrarnos el camino que a ella conduce, que no es otro que el de la entrega, el de la abolición de las mezquinas fronteras personales. Si caen ellas y los diques defensivos, la vida se afirma desbordante.
Son las diez de la mañana.
He desayunado con jugo de naranja,
me he vestido de blanco
y me he ido a pasear y a no hacer nada,
hablando por hablar,
pensando sin pensar, feliz, salvado.
¡Qué revuelo de alegría!
¡Hola, tamarindo!,
¿qué te traes hoy con la brisa?
¡Hola, jilguerillo!
Buenos días, buenos días.
Anuncia con tu canto qué sencilla es la dicha.
Respiro despacito, muy despacio,
pensando con delicia lo que hago,
sintiéndome vivaz en cada fibra,
en la célula explosiva,
en el extremo del más leve cabello.
¡Buenos días, buenos días!
(…)
A la vertiente social y a la inmediata hay que sumar una tercera filosófica e incluso con ribetes místicos. En el poema “A solas soy alguien” Celaya ha captado la condición de la esencia humana, la cual resume en el título que es el primer verso del estribillo. El segundo es “En la calle, nadie”.
La verdad contenida en el estribillo es la que, a modo de silogismo, desarrolla el autor a lo largo del poema. El hombre solo, o el hombre ante Dios, ese señor tan callado, esa concavidad habitada por el silencio, según lo caracteriza Celaya, siente que es alguien, que vale algo. No sobreviene, al menos, el gran desastre que se produce en la calle: su anonadamiento.
A solas medito,
siento que me crezco.
Le hablo a Dios. Responde
cóncavo el silencio.
Pero aguanta siempre,
firme frente al hueco,
este su seguro
servidor sin miedo.
(…)
En la calle reinan
timbres, truenos, trenes
de anuncios y focos,
de absurdos papeles.
Pasan gabardinas
pasan hombres «ene».
Todos son hombres como uno,
pobres diablos: gente.
La conclusión de este razonamiento poético cuya primera premisa es el hombre en soledad y la segunda el hombre en sociedad, se expone en la tercera estrofa. En la cuarta y última el poeta da un paso más. No sólo en esa soledad luminosa el ser humano es más verdadero, es alguien, vale algo. Es también en ella, que se contrapone a la desolación reinante en el exterior, donde podemos entender y acoger a los demás.
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Los dos me han gustado mucho y con los dos me he podido indentificar.
Lo mismo me ocurre a mí. Gabriel Celaya es un poeta cálido, cercano y veraz.
Un poeta que he leído poco, pero me has despertado la curiosidad 🙂
Vale la pena conocerlo. Seguro que no te defrauda. Saludos cordiales.
😉
Otra más de tus extraordinarias lecciones. Gracias, Antonio. Un abrazo
Gracias a ti, Eladio. Que tengas un buen día.