En cuanto me levanté y me asomé a la ventana, decidí hacer unos cuantos kilómetros en bicicleta. No entrenar, como hago a menudo, sino disfrutar de esa espléndida mañana. Por eso no me puse mi maillot negro y verde fosforescente.
Vestido de paisano, con mi casco aerodinámico y mis guantes, pedaleé placenteramente por una carretera solitaria y llegué a la vista de un pueblo desconocido. Sólo sabía que era de Huelva. Me paré y lo contemplé. Se alzaba en un monte por cuya falda se extendía. Me picó la curiosidad y lo visité. Al finalizar mi paseo turístico fue cuando surgió el problema.
El pueblo era más grande de lo que me había parecido. De hecho, me perdí. Tenía pocas y ambiguas señalizaciones. Estaba confuso. Como no encontraba la salida, no me quedó más remedio que preguntar a un vecino.
Sujeté la bicicleta con la cadena antirrobo a la farola de una plaza desierta y eché a andar hasta dar con alguien.
No tardé en llegar al concurrido centro. Sentí cortedad en abordar a los primeros transeúntes que iban presurosos o enfrascados en sus conversaciones. No me atreví a interceptarles el paso e informarme.
Estuve deambulando un buen rato, adentrándome cada vez más en el núcleo antiguo que, por sus tiendas pequeñas y su bullicio, recordaba un zoco. Por un momento me creí transportado al gran bazar de Estambul, del que sólo he visto documentales.
Me crucé con hombres y mujeres endomingados que me infundían reparo. A la primera persona que pregunté fue a un extranjero que chapurreaba apenas el español. Estaba consultando una guía turística. Me observó con cara de bobo y negó con la cabeza.
A los autóctonos se les reconocía por su desenvoltura. Haciendo acopio de coraje me acerqué después a una familia compuesta por el padre, la madre y dos hijos. Antes que nada quería saber cómo se llamaba el pueblo.
Rieron. Mi pregunta les pareció una broma. El padre y la madre respondieron a la par: “Manzanilla”. Y también al unísono, tras un gesto aprobatorio de sus progenitores, los niños añadieron: “Del Puerto”.
No conocía ningún pueblo de la provincia de Huelva con ese nombre. Cuando les pedí que me indicasen la salida, se ofrecieron amablemente a acompañarme durante un trecho. Pero de buenas a primeras me abandonaron a mi suerte.
No me dieron ninguna explicación. No se despidieron. Sin más ni más me dejaron plantado en mitad de la calle.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Me ha hecho gracia el nombre del pueblo. Parece que se aproxima otro viaje incómodo. O no. Ya nos lo irás contando.
Al leer tu comentario he cobrado conciencia de que recurro con cierta frecuencia al tema o a la metáfora del viaje (con lo sedentario que yo soy). Pero este es corto para desgracia del ciclista. El miércoles publico el final.
Es verdad, escribes mucho de viajes, ¿este viaje es real y recien hecho? Usa el GPS . Espero que vas a tener alguna aventura por delante. Un beso. Yo ahora mismo voy de viaje en avión, no se puede perderse. Un beso.
Ya no podemos ni perdernos. Lo cual implica que tampoco podemos encontrarnos. Es decir, no saber quiénes somos.
Todos los viajes son reales. Espero que disfrutes del tuyo. Un abrazo.
Reblogueó esto en Ramrock's Blogy comentado:
#Relatos
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.
Estos despistes suelen ocurrir en algunas circunstancias. Muchas veces están llenas de anécdotas graciosas y otras terroríficas. Vamos a ver cómo termina esta.