Del pueblo hasta esa, llamémosla, barriada se iba por el camino que bordeaba la cantera solitaria. Con el espacio intermedio, pasados unos años, especularía el Ayuntamiento, pero en aquel entonces no era más que un cardizal adonde los niños iban a jugar y a enfrentarse a pedradas, de las que más de uno guarda un recuerdo.
Para los chavales era una tierra de nadie que había que conquistar por la fuerza de las armas. La banda más fuerte se erigía en dueña absoluta del descampado. Pero no había que dormirse en los laureles. O más bien no era posible porque el enemigo acechaba de continuo.
Las victorias eran efímeras. Por asegurar estoy que, a lo largo de la historia de la humanidad, ninguna región ha cambiado de amo tantas veces, incluso en un mismo día.
Los ejércitos en perpetuo litigio estaban formados por los hijos de los picapedreros y por los de los vecinos del pueblo propiamente dicho.
Tu madre destacó en estas luchas por su arrojo y sus dotes de mando. Mi tía abuela, a quien no hace falta sonsacar, me ha contado algunas hazañas entre risas mal contenidas.
Sus inclinaciones bélicas depararon numerosos disgustos a los progenitores de esa Minerva que, en lugar de lanza y escudo, empuñaba una honda manejada con increíble destreza, y que, despreciando el casco protector, marchaba destocada al campo de batalla.
Eso es ser intrépida.
Tiene gracia ese cambio de manos constante del descampado.
Nunca me ha gustado pelearme, solo defenderme en caso de extrema necesidad.
Eres pacífica. Yo no soy tampoco camorrista. No nos parecemos a la madre de la protagonista que, al menos durante su infancia, fue una audaz guerrillera.