Como un huevo amorosamente incubado, acogiste en tu seno a una angustia retozona que te sometía a inesperados asaltos.
Al principio apareció bajo el disfraz de una desmedida compasión por ti misma, de un sentimentalismo lacrimógeno, de una timidez que unas veces te impulsaba a hablar por los codos y otras veces a guardar un silencio inaccesible.
Esa congoja es anterior al episodio del perro. Su presencia se puede detectar en las migas a las que fuiste invitada.
Un sábado dos amigas fueron a tu casa. Tú estabas de limpieza. Se detuvieron en el umbral porque tú, fregona en mano, sacabas brillo a las baldosas del comedor, al fondo. Como no querían pisar, te llamaron.
Tú te acercaste de puntillas, pegada a la pared. Te hablaron del paseo y de la comida prevista para el domingo. Te dejaste seducir por su parloteo.
Al final acordasteis que ellas pasarían a buscarte.
Al coger de nuevo la fregona te preguntaste si habías hecho bien accediendo. Llevabas alicaída unos cuantos días, tan sensible que un gesto distraído podía desencadenar una tormenta interior.
El punto de encuentro era el bar del padre de uno de los muchachos. Allí compraríais las cervezas, el vino y los refrescos. De allí partiríais para el campo.
Cuando llegasteis, los excursionistas estaban ya en el espacioso local.
Tu apocamiento te trabó la lengua y te hizo aparecer desmañada. Para compensar tu falta de seguridad te mostrabas solícita hasta el servilismo. Con la sonrisa esculpida en los labios, tratabas de caer simpática.
Tú creías estar realizando un trabajo si no digno de recompensa, al menos merecedor de respeto.
Ibas de un lado a otro festejando los chistes. La mujer del dueño andaba mezclada con los jóvenes. Con ella estuviste de charla un buen rato, asintiendo, informando, identificando a este o aquel.
Las bolsas y las cestas con los alimentos y las bebidas estaban en un rincón. Esperabais al encargado del perol.
“Vamos a comer tostadas” dijo uno. Otro rasgueó una guitarra. Un tercero abrió una botella de vino.
“¡Unas sevillanas!” “¡Unas sevillanas!”. Inmediatamente se formó un círculo y empezaron a tocar las palmas.
Cuando te llegó el turno de echar un trago, pasaste la botella a la madre de tu amigo que, haciendo otro tanto, dijo: “No sé cómo podéis beber tan temprano” “Yo no bebo ni temprano ni tarde. El vino no me gusta” “A mí sí, pero a otras horas”.
Quien se remojó el gaznate fue la hija de la tendera de lengua viperina, que ha heredado de su madre la agilidad mental y la facilidad de palabras, y de su padre un carácter llano y dicharachero.
Al contrario que tú, ella se hacía notar en las reuniones. Más aún, se la veía como pez en el agua.
Tras el generoso trago empezó a cantar. A lo que no se atrevía nadie era a bailar. Durante la segunda tanda de sevillanas un muchacho lacio fue arrastrado a viva fuerza a mitad del ruedo. Las chicas gritaban: “¡Que baile! ¡Que baile!”.
El mozo, que se había puesto como un tomate, ante la abrumadora insistencia, repetía: “Necesito una pareja” “¡Que baile! ¡Que baile!”.
La hija de la tendera vino en su ayuda. Le dijo: “Saca a quien tú quieras” “Tú misma” “Yo estoy cantando”.
Asistías impávida al desarrollo de este lance, como si estuviera ocurriendo en otro planeta. Cuando el muchacho te eligió, te quedaste de una pieza.
Sin tener en cuenta su aprieto te negaste en redondo alegando que no sabías bailar, lo cual era falso.
Es seguro que a ti también te hubiesen dado la vara si no llega a ser porque una chica se adelantó y, moviendo con garbo brazos y piernas, zanjó esta cuestión.
Te volviste a la mujer del dueño y te justificaste sin que ella te lo pidiera. Atenta al cuadro flamenco ni siquiera te escuchó.
Me da pena y entiendo sus angustias. Como dirían los psicólogos, tiene que trabajar la asertividad.
Eres muy bueno dibujando los perfiles psicológicos de tus personajes.
La asertividad es algo que todos debemos trabajar para no ser zarandeados en exceso socialmente.
Gracias, Paloma. Profundizar en los personajes es fundamental.