El sendero discurre paralelo a la carretera. En algunos tramos se ancha adoptando la apariencia de un cómodo camino. Pero también tiene algunos repechos rocosos que obligan a encorvarse cuando subes y a frenar cuando bajas. A veces lo invaden las zarzas, los juncos y los lentiscos por entre los que se abre paso bravamente.
El sendero, que se transforma en camino y en trocha, tiene la humorada de hacernos creer que en una sombría hondonada es un túnel. Por arriba las ramas de los arbustos de ambas orillas se tocan. Si vas con la cabeza agachada para ver dónde pones los pies, tienes la impresión de adentrarte en una galería. La claridad disminuye notablemente. Una vez que sales fuera de ese pasadizo vegetal, la sensación es placentera.
Lo que voy a contar ocurrió a la altura de un macizo de malvas altísimas, tanto como un hombre. Es uno de los segmentos en los que la senda se reduce a su mínima expresión.
Me detuve a la entrada de esa frondosidad tachonada de flores de un delicado color lila. El pasaje era tan angosto que me pregunté si no sería mejor contornearlo por la derecha, aunque tuviese que dar una buena vuelta. Me inquietaba el contacto con esas malvas tan pagadas de sí mismas.
Estuve sopesando si valía la pena cruzar o desviarme. Finalmente decidí que no iba a dar ningún rodeo. Seguiría andando aunque esas plantas, a causa de su gigantismo propiciado por las abundantes lluvias primaverales, no me inspirasen confianza.
Me hallaba en mitad de ese bosquecillo cuando a la salida divisé dos perros que, a su vez, me divisaron a mí y se pusieron a ladrar como locos, provocándome una inmediata descarga de adrenalina.
La cosa no quedó ahí. Los dos sabuesos se dirigieron a mi encuentro.
Clavado en la tierra, más muerto que vivo, rodeado de malvas que me sobrepasaban y que se balanceaban con una indiferencia criminal, concluí que no valía la pena retroceder.
Más aún, con la gallardía de un sastrecillo valiente, seguí avanzando como si tuviera que vérmelas con dos caniches a los que, si se atreviesen a tocarme, arrearía tal puntapié que los pondría en órbita.
Los perros, uno detrás de otro, se acercaban de prisa. En cuanto a mí, a pesar de mi resolución, andaba cada vez más despacio.
Imágenes de malvas teñidas de rojo con mi sangre, y de jirones de carne entre las fauces perrunas acabaron paralizándome. En ese momento álgido en que el héroe asume su trágico destino, una mujer apareció al final del túnel.
Llamó a los animales por su nombre y estos, gruñendo de contrariedad, se pararon. Por fortuna, a pesar de su frustración, obedecieron la orden de su dueña a la que no sabía si estar agradecido por haberme salvado, o si mandar al infierno por dejar sueltas a esas dos fieras.
Primero salieron los perros y luego yo, los tres resoplando por diferentes razones. Lancé una mirada de través a la mujer que era una señora mayor, con pinta de amazona. Acariciaba a los chuchos y les hablaba en voz baja. No pude oír lo que les susurraba, pero no me pareció que les estuviese riñendo.
Finalmente, la señora dijo: “Lamento lo ocurrido”.
No repliqué nada. Pasé de largo y me alejé de prisa. Ella, alzando la voz, tuvo la desfachatez de añadir: “Váyase por la carretera”. Volví la cabeza un momento. Ante la mujer con botas altas, pantalones ajustados y cazadora de cuero estaban los dos podencos sentados sobre sus cuartos traseros.
¿Este relato es cierto? Cierto o no, me ha gustado mucho su narración. Saludos.
No es un relato autobiográfico, aunque más de una vez se me ha acercado un perro ladrando con ganas. Siempre ha intervenido su dueño para calmarlo y, sonriente, me ha dicho que no me preocupe.
Este cuento no está inspirado en ningún caso real, al menos conscientemente. Me alegro de que te haya ayudado a sobrellevar el enclaustramiento. Saludos cordiales.
Sí, me gustó mucho, Antonio. Gracias 🙂
Fue en la tundra de Siberia del Norte extremo, más alla del círculo polar, salí a recoger las setas y imprudentemente me alejé mucho del pueblo . Me rodeó una manada de los perros salvajes que son más peligrosos que los lóbos. Sabía una regla que no se puede moverse y intentar mantener la calma . Yo y cuatro perros salvajes y grandes ladrando y poco a poco acercandose a mi. Estabamos así en el insertidumbre bastante tiempo, yo mirando fijamente a ellos y ellos mostrandome los dientes. No sabía que hacer y sin la esperanza que alquien podría ayudarme. En un momento me apodero tanta rabía que yo sin controlarme y con el grito les ataqué con mi sesta y con el palo . Supongo que mi furia era igual muy salvaje , se asustaron y se retiraron y yo les perseguía bastante distancia con los gritos de los comanches vencedores. Las setas recogidas he perdido todas. Un abrazo, mi historia es totalmente real.
Esta sí que es una buena historia. Recuerdo también la de tu primer parto, la del novio que vivía al lado de un río y hacía un trabajo manual…, y la última que nos has contado: la de la boda. Material tienes para escribir una novela.
El personaje de mi relato se portó como tú. Pero a él lo salvó del peligro la dueña de los perros y a ti tu propio valor, tu rabia. Y todo eso ocurrió en un escenario inhóspito, en un inmenso decampado cuyo aspecto, según contaste, cambia radicalmente en el corto verano. Entonces florece y muestra su belleza escondida. Un abrazo, mujer valiente y temeraria.
Auyyy…Antonio, muchas gracias por la imagen, así es la tundra y no puedo decir si son tierras hostiles, pese a las temperaturas de invierno 50 grados bajo cero.
No es valentía que nos mueve en los momentos extremos sino el instinto básico de sobrevivencia. Un abrazo y muchas gracias por recordar mis textos , es un detalle.
Tu relato, Antonio, me ha hecho recordar uno de los sueños de Kurosawa, de su pelicula del mismo nombre, creo que se llamaba los sueños de Kurosawa, hay un componente tenso y muy inquietante y guarda una cierta similitud con tu relato en algunos elementos, hay un tunel oscuro y largo por donde el protagonista se decide a entrar pese a oir, lo que en principio le paraliza, el furioso e invisible ladrar de perros al final de ese túnel. La descripción de tu «túnel» me ha encantado. Un abrazo.
La película se llama «Los sueños de Akira Kurosawa» y uno de ellos es «El túnel». Recuerdo su contenido con bastante precisión, y también el de «La tormenta de nieve» y escenas de otros.
Mi túnel es vegetal, el del cineasta japonés de hormigón, pero ciertamente hay claras concomitancias entre ambos relatos. De nada vale decir que no tenía en la cabeza el episodio de Kurosawa cuando escribí el mío, porque no se puede descartar que hubiese una filtración inconsciente. Aparte de esa posibilidad, he incorporado elementos oníricos a mi cuento.
En definitiva, hay que atravesar ese túnel por derecho y ambos protagonistas lo hacen. Luego el mío sigue su camino y el de Kurosawa se enfrenta a su pasado reciente, a su actuación en la guerra. Un abrazo.