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Archive for the ‘In illo tempore’ Category

Los demás se estrellaban contra mi mutismo. Un mutismo pequeño, desdeñable. Un mutismo de adolescente ensimismado que se pasea junto al río. Pero sólo yo empezaba a intuir las dimensiones pavorosas de un mundo tan silencioso como el de los fondos abisales.

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In illo tempore (XIII)

No me comportaba como los demás. He aquí la prueba palmaria de que algo no andaba bien.
Algunos hechos corroboraban este juicio. El primero de ellos, mi negativa a seguir estudiando. Con el agravante de que era un alumno aplicado. No había nada que justificase mi abandono de los libros. Mi determinación era incomprensible.
Si hubiese presentado una alternativa, aun refunfuñando, se habrían dado por satisfechos. Se habrían podido decir a sí mismos y habrían podido decir a los demás: “Se niega a seguir estudiando, fijaos qué pena. Quiere hacer tal cosa o tal otra”.
Pero yo no me había tomado siquiera la molestia de buscar un subterfugio. No me había servido de ningún argumento para legitimar mi decisión. Me sustraía de entrada a cualquier escaramuza dialéctica.
Mi actitud corría el riesgo de ser entendida como una vulgar provocación.
La intervención de Jorge fue capital. Más tarde supe que logró convencer a mis padres de que se trataba de una “crisis propia de la edad”.
No creo que mi madre se tragase ese cuento. Pero eso era mejor que nada.
Reconozco que, gracias a esa “crisis de personalidad”, conseguí lo que más anhelaba en esos momentos: una tregua.

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En algún lado estaba el secreto.
A veces lo percibía en las cosas más familiares. Una alegría súbita estallaba dentro de mí, como el hongo gigantesco de una explosión atómica.
Me embargaba un sentimiento tan fuerte de felicidad que temía romper a llorar.
En esos momentos sentía cómo la sangre me bullía en las venas y me cosquilleaban las yemas de los dedos.
El Universo todo, con sus mil líneas de fuerzas, convergía en mí.
En algún lado estaba el secreto.
Esta palabra preñada de sugerencias dio a luz un vocablo bisilábico, duro como el acero, afilado y cortante.
Sus dos vocales eran como dos ojos que me mirasen fijamente.
Y este vocablo se plantó ante mí. Me perseguía durante el sueño y durante la vigilia. Me atormentaba.
Era el reto.
Quizás debí mantenerme firme aunque fuese al precio de taponarme los oídos con cera, como hizo Ulises con sus compañeros de viaje.
Quizás los dioses me consideraron indigno de adentrarme en esa tierra misteriosa por ellos celosamente custodiada.
¿Qué ocurrió con exactitud? ¿Sufrí una alucinación? ¿Di un traspié?
Caro pagué mi desliz.
El reto se transformó en otro vocablo de resonancia extranjera.
Sólo fue necesario un cambio de consonante. Después se produjo un descenso en picado.
Descubrí que, de las tres palabras, la última era la única real. La única que no engañaba.

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Molestaba sobre todo que no hablase. O que hablase poco. Pero yo sabía que hablábamos lenguas diferentes.
No valía la pena dar explicaciones. Por otro lado, me repugnaba la idea de tener que justificar mi comportamiento ante los demás.
Recuerdo, sin embargo, haberlo intentado con Jorge. Tras mis efusiones verbales, me acometía tal pesadumbre que me juraba no volver a caer en la tentación.
Porque se trataba de una debilidad por mi parte.
Me dejaba engatusar por sus palabras. No pongo en duda que quisieran ayudarme.
Un día que mi padre estuvo conversando con Jorge y luego se fue dando un portazo, me pasé un buen rato cavilando.
Sus deseos por acelerar mi curación, la retrasaban.
No quiero ser injusto con ellos. Pero su impaciencia obstaculizaba mi restablecimiento. Lo volvía más arduo.
Cuando se crispaban, aunque no descargasen su irritación sobre mí, me ensombrecía tanto como si se hubiesen puesto a gritarme.
Querían encontrar a toda costa una solución a mi problema. Con este objeto, se encerraban en el despacho de mi padre para intercambiar impresiones y analizar la situación creada por mí poco menos que para fastidiar a la familia.
Esta vez eran ellos los injustos conmigo.
Durante las primeras semanas, como si estuvieran conspirando contra mí, los conciliábulos se sucedieron a mis espaldas.

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En los cortos días de invierno, sentado en mi sillón, con una manta sobre las piernas, observaba cómo las sombras invadían paulatinamente mi habitación.
Claridad vespertina. Penumbra. Oscuridad.
La luz de una farola diluía la oscuridad.
Después de almorzar me iba a mi dormitorio. Cogía un libro y me sentaba en el sillón. Luego encendía un cigarrillo y me ponía a leer junto al balcón. Novelas. Libros de viaje.
Claridad vespertina.
Un cigarrillo tras otro, me embebía en la lectura del libro. Poco a poco, las sombras se iban adueñando de la habitación. Finalmente, tenía que dejar de leer.
Penumbra.
Los muebles destacaban como masas lóbregas. Entonces encendía otro cigarrillo y trataba de no pensar en nada.
Oscuridad.
Así transcurrían unos minutos. El hechizo de esa hora era roto por la luz de la farola que se reflejaba en la cómoda barnizada.
Si me animaba, me levantaba del sillón, cogía el método y me ponía a solfear un rato.

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Para pasar el tiempo inventaba juegos. Uno de ellos consistía en identificar todos los objetos que había en la habitación.
Este juego llegaba a provocarme ansiedad.
Empezaba por lo más fácil: paredes, suelo, techo, puerta, ventana. A partir de aquí había que andarse con cuidado y seguir un orden.
Objetos-suelo: baldosas, mesa camilla, seis sillas, dos sillones de mimbre con cojines, dos maceteros, una mesita con la radio.
Objetos-techo: florón de escayola, lámpara.
Objetos-pared 1 (la de la puerta): un cuadro, dos fotografías (una a cada lado del cuadro).
Objetos-pared 2 (a la derecha de la pared 1): tres platos de cerámica formando un triángulo y, a cada lado del triángulo, algunos chirimbolos de cobre.
Objetos-pared 3 (la de la ventana): una cortina de cretona con estampado de flores y los visillos blancos.
Objetos-pared 4: un cuadro apaisado y, a cada lado, una fotografía.
Éste era el primer paso. Había que realizar la misma operación con los objetos colocados encima de la mesa camilla, la mesita del radio y los maceteros, donde únicamente había macetas.
Este juego podía complicarse, por lo que a veces me atacaba los nervios y tenía que salir a dar un paseo. Durante un rato, los objetos de la habitación que estaba registrando seguían bailando en mi cabeza.

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No podía hacer nada. Escuchaba y sonreía de vez en cuando. Acariciaba al gato mientras ellos hablaban. Siempre había una vecina o un pariente. Siempre había un tema de conversación.
Nunca participaba en la charla, salvo cuando me preguntaban. Entonces respondía con monosílabos.
Sentía la mirada de mi madre clavada en mí. Pero yo no podía hacer nada, salvo acariciar al gato, mirar a través de la ventana y escuchar lo que decían unos y otros.
Notaba también las furtivas miradas que éstos me dirigían. Miradas de curiosidad, de compasión, de extrañeza.
Después hablarían de mí. Dirían: “Se llevó todo el tiempo acariciando al gato” o “No apartó los ojos de la ventana”.
A menudo, al levantar la cabeza, descubría sus miradas posadas en mí. Miradas superficiales que me dejaban indiferente.
En cambio, las miradas de mi madre me hacían pensar: “Te aseguro que no tengo la culpa”.

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Tenía la impresión de haber abandonado toda actividad, excepto las clases de solfeo, desde hacía mucho tiempo.
Jorge había dicho: “No es conveniente que permanezca cruzado de brazos”. Por eso iba a las clases, pero sin entusiasmo.
Me gustaba andar. Al anochecer, cogía el método y me dirigía a casa del profesor.
Salía media hora antes y daba un rodeo por el Paseo de las Acacias. Fue un invierno frío y lluvioso. A las ocho no había nadie en las calles.
Por el camino me demoraba mirando los árboles. Si disponía de suficiente tiempo, me paraba y observaba cómo las gotas de agua caían de las hojas. Cómo resbalaban y se precipitaban al vacío.
Las gotas de agua en las hojas de los rosales. Las gotas de agua internándose en los setos de tuya que rodean los bancos de la plaza Francisca. Las gotas de agua deslizándose por el granito pulido de la fuente.
Y así hasta que comprobaba que sólo faltaban cinco minutos. O hasta que un viandante me miraba extrañado. Trataba entonces de disimular y cruzaba la plaza, enfilando una callejuela que hacía aún más amplio mi rodeo.

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No sé de quién fue la idea de que yo diese clases de solfeo. Quizás de Jorge. Accedí para que me dejasen tranquilo. Al principio el do-re-mi llegó a interesarme, pero por poco tiempo.
El profesor de música vivía solo en una casa de la calle Tejano. Tendría cuarenta o cincuenta años. Soy torpe para calcular la edad de una persona. A lo mejor tenía más.
Trabajaba en Sevilla, en el conservatorio. La gente del pueblo no se explicaba que, teniendo su trabajo en la capital, se hubiese venido a vivir a un pueblo. A este respecto, corrían historias peregrinas.
En casa habían comentado este hecho en varias ocasiones. Como conclusión, mi padre decía: “Cada cual puede hacer de su capa un sayo. Y nosotros tenemos que estarle agradecidos”.
Se refería a mí. De no ser por el profesor de música, yo habría permanecido en la más completa inactividad, lo cual, según Jorge, era contraproducente.
Por eso creo que fue él quien sugirió las clases de solfeo. Pero dichas clases perdieron pronto su interés para mí.
Dejé de preocuparme y practicar, aunque no por ello faltaba a la cita con el profesor tres tardes por semana.
En cuanto a éste, estoy seguro de que lo habían aleccionado. Se mostraba siempre amable conmigo. Nunca me obligaba a nada. Por fortuna, yo no era el único solfista. Había otros deseosos de aprender.

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La luz se proyectaba cruda sobre nuestras cabezas. La bombilla pendía del techo encima de la mesa camilla. Bombilla desnuda. El cable del que colgaba estaba adornado con papel de seda recortado. Papel de seda rojo deslucido.
La mesa crujía cuando nos apoyábamos en ella. Yo ponía especial cuidado en no hacerla chillar. Durante una semana conseguí, sin que los otros lo notaran, utilizarla solamente para colocar el método de música mientras permanecía derecho en la silla.
Cuando tenía que pasar las hojas, lo hacía con precaución y naturalidad.
Creo que no llegaron a darse cuenta. Por si acaso, abandoné mi juego.
En realidad, me aburría soberanamente en las clases de solfeo.
Aparte de los crujidos de la mesa, la habitación no ofrecía el más leve pretexto para distraerse. Bombilla desnuda. Paredes desnudas. Luz cruda, luz cruda.

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