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Archive for the ‘In illo tempore’ Category

In illo tempore (XLIV)

Mamá había congregado a todas sus amistades para que fuesen testigos del acontecimiento. Se deslizaba por entre los grupos interesándose por la salud de la tía o de la abuela de los invitados, interviniendo en las conversaciones o preguntando por un ausente.
A veces, como impulsada por un resorte, abría los brazos y cruzaba el salón para agasajar a una señora de porte marcial o a un joven atildado que daba la impresión de sentirse perdido en este ambiente. A renglón seguido, los abandonaba a su suerte y corría a ocuparse de otro recién llegado, a inmiscuirse en la charla de unos amigos de su marido o a verter “sotto voce” en el oído de la criada una orden o una recomendación de última hora.
Miss Dickinson y yo permanecíamos en un rincón. La fiesta era en mi honor, como así lo corroboraba el hecho de que los invitados se acercasen a felicitarme, prodigándome cariñosas palmadas.
A simple vista nadie hubiese adivinado que se trataba de una fiesta de cumpleaños. No había globos ni piñatas ni cadenetas. La mullida alfombra que silenciaba nuestros pasos, no sería tampoco espolvoreada con papelillos de colores ni cruzada por serpentinas.
Un solo detalle respondía al espíritu de una celebración de esta clase: una tarta con cuatro velitas salomónicas en mitad de una larga mesa adosada a la pared. Su aislamiento provocaba tristeza y, de hecho, constituía un elemento discordante, flanqueada como estaba de bebidas alcohólicas y exquisiteces culinarias.
Miss Dickinson no apartaba los ojos de mamá, en espera de la señal convenida para que yo hiciera mi entrada en escena. Fue ella quien me sacó de mis cavilaciones. Había llegado el momento cumbre de la tarde.
Mamá, sentada en un sillón, y papá, de pie a su lado, componían un cuadro de felicidad conyugal. Según lo previsto, yo debía atravesar la habitación y unirme a mis progenitores.
Se hizo un silencio sobrecogedor. Fue necesario que la institutriz me diese varios empujoncitos.
Cuando estaba a mitad de camino, los nervios pudieron más y eché a correr. Mamá, en cuyo regazo había buscado refugio, me separó de ella y me acarició la barbilla. Luego, con una radiante sonrisa de disculpa, se dirigió a los invitados.
El Cielo había sido muy generoso con ella. De entre todos los regalos recibidos de tan alta instancia, del que sentía más agradecida y orgullosa era de mí. Sin sombra de pudor, ponderó y enumeró mis cualidades.
Allí donde me veían, yo era un niño prodigio, concluyó.
Cuando se apagaron los murmullos, mamá prosiguió. La señorita Dickinson podía confirmarlo.
La institutriz, que no había comprendido, balbució unas palabras de excusa. Mamá me pidió que sirviera de intérprete y así empezó la función.
Miss Dickinson corroboró con un monosílabo la declaración de la señora.
Tras exponer los resultados obtenidos en pocas semanas, mamá me rogó que hiciera una demostración de mis excepcionales facultades.
No se oía el vuelo de una mosca. Me aclaré la voz y empecé a recitar en un inglés armonioso el monólogo de Hamlet:

“To be or not to be: that is the question:
Whether’tis nobler in the mind to suffer”…

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Cuando, pocas semanas después de su llegada, miss Dickinson comunicó que estaba asombrada de mis adelantos en la lengua de Shakespeare, mamá aceptó el hecho con la mayor naturalidad.
La institutriz empezó enseñándome canciones y el nombre de los objetos corrientes, que yo memorizaba con extraordinaria rapidez, así como también sus expresiones de fastidio en relación con la comida y las costumbres indígenas.
Tener de pupilo a un niño que capta todo de inmediato, no debe ser agradable. Es difícil relajarse ante un pequeño ogro al que no se le escapa ni el detalle más nimio.
Me hago cargo de la antipatía que inspiraba a miss Dickinson. Ni siquiera podía desahogarse contando que yo era travieso o maleducado, pues mi conducta era intachable.
El sentimiento de desagrado era, en realidad, recíproco. No nos queríamos, aunque ambos tratásemos de disimularlo.
Ignoro si estuvo en mi mano ganármela. No lo intenté.
Según las reglas que impuso, pese a la estrecha convivencia, había que guardar las distancias.
En cuanto a mi instrucción, tuvo que cambiar de método. Una mañana apareció con cuadernos, libros y lápices. Iba a enseñarme a leer y a escribir en inglés.
No se privó de decirme lo que pensaba al respecto. Le parecía una burrada. Las actividades apropiadas a mi edad eran los juegos, pero ella había agotado su repertorio. Así pues, se veía obligada a emplear otra técnica más efectiva.
Yo contemplaba embelesado los cuadernos y libros que había colocado en la mesa. Estuve a punto de responder, si bien me contuve a tiempo, que estaba de acuerdo con ella.
Pero miss Dickinson no buscaba mi aquiescencia. Le habría dado igual que me mostrase encantado con esa idea. Y no iba a confesarle que estaba hasta la coronilla de sus juegos y de sus canciones.
Como era normativo no manifestar las emociones, a ello me ceñí y no hice ningún comentario.

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El reconocimiento de mi portentosa facilidad para aprender idiomas tuvo lugar oficialmente el día de mi cuarto cumpleaños.
Mamá se había empeñado en contratar los servicios de una institutriz británica que cuidase de mi educación. Ella había tenido una y, aunque su inglés era macarrónico, ensalzaba los beneficios lingüísticos derivados de crecer a la sombra de una miss seria, enjuta, de ojos claros y cabellera lacia, que así es como recordaba a la suya.
Había que buscar a una miss que no hablase español, para que mis progresos en inglés fuesen más rápidos.
A papá le pareció bien la idea. Legitimada con su beneplácito, mamá se dedicó a consultar agencias y a contactar con personas enteradas; todo lo cual se traducía en largas horas colgada del teléfono. Cuando no estaba haciendo gestiones, invitaba a merendar a sus amigas y, tarde o temprano, sacaba a colación este asunto que, según confesaba, tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.
Se convirtió en una asidua del consulado de Su Graciosa Majestad en Sevilla. En el norteamericano no puso los pies, pues tenía claro qué clase de acento quería para mí.
Sus esfuerzos se vieron recompensados. Un día apareció una muchacha delgada, más bien alta, melena lisa hasta los hombros, ojos de un azul desvaído tirando a gris, piel blanca y dedos largos. Reunía casi todos los requisitos exigidos: severidad, hieratismo, buenos modales y una ignorancia supina de la lengua española.
Había un único inconveniente: era demasiado joven. Mamá esperaba una miss de más edad.
Miss Mary Dickinson demostró sin lugar a dudas que no era necesario ser una cuarentona para hacerse respetar por un crío o por un adulto en el caso de que cualquiera de los dos se extralimitara.
La contemplo con la maleta y el bolso de viaje a su lado, de pie ante mamá, sentada en el canapé de raso rosa que engalana el salón del mismo color donde decidió recibirla.
Está de espaldas a mí, escuchando el discurso de bienvenida que mamá ha preparado.
Pero su memoria flaquea y a los pocos minutos se enreda.
Miss Dickinson, para ayudarla a salir de apuro, le hace una pregunta. Mamá dice “sorry”. Mi flamante institutriz, esmerándose en la pronunciación, repite la pregunta. Mamá sigue sin comprender.
Finalmente, miss Dickinson le tiende unos papeles a cuyo estudio mamá se aplica.
Mientras la señora está absorbida en la lectura, mi preceptora vuelve la cabeza y me mira de hito en hito. “Pian, piano” emprendo la retirada.

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In illo tempore (XLI)


Mamá andaba erguida. Solía ponerse unos vestidos con vuelo, confeccionados en una tela estampada de grandes flores. Recuerdo uno en particular que me horrorizaba. Era negro con enormes rosas de largos tallos y hojas verdes.
Según ella, la ropa vaporosa le daba un aire etéreo. Y disimulaba su adiposidad galopante que era incapaz de controlar.
Le encantaban los lazos, los plisados y, sobre todo, los faralaes, que le permitían turbarse como una quinceañera cuando una ráfaga de viento los hacía ondear.
Mientras se apresuraba con ambas manos a mantener la falda en posición vertical, lanzaba miradas en derredor para comprobar que los transeúntes se habían detenido a presenciar el espectáculo.
Eso era, en efecto, lo que ocurría. La gente observaba cómo manoteaba para contrarrestar las acometidas del viento.
Cuando había corroborado que era el foco de atención, sus gestos se multiplicaban e incluso simulaba enfadarse con Eolo por su insolencia y su terquedad.
También daba grititos y lanzaba exclamaciones tales como “¡Santo cielo!”, “¡Dios de las alturas!”.
En los casos extremos se refugiaba en la tienda o en el zaguán más cercanos.
Temía salir con mamá en los días borrascosos. Pero a ella le importaba un comino que su comportamiento me abochornase. Se tenía por la encarnación de la espontaneidad. Cuando, en uno de esos lances callejeros, reparaba en mi incomodidad, me llamaba “tontín” y asunto concluido.
Las salidas en horas punta, vísperas de fiesta o en temporadas de rebajas se convirtieron en una pesadilla después de que, tras mis primeras apariciones en público, empezara a ser conocido.
Tras emperejilarme, anunciaba que iríamos de compras o a visitar a tal o cual amiga suya, aunque luego nos dedicásemos a pasear por el centro de la ciudad y a mirar escaparates.
Si papá intervenía para hacer desistir a mamá de ese ridículo vagabundeo, ella se enfurecía y replicaba que era lamentable que él no entendiese algo tan simple como que todo eso lo hacía por mí, que malditas las ganas que ella tenía de dar barzones.
En estas escaramuzas papá optaba por callarse. Prefería no discutir. Y quedarse en casa.
En cuanto a mí, dos preguntas me cosquilleaban en la lengua. Dos preguntas que me hubiese gustado hacer a mamá.
¿Qué era todo eso que hacía por mí? ¿Por qué nos pasábamos las tardes trotando por la ciudad si, como afirmaba, no sentía el menor deseo?

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“Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus”.
El profesor de música escanció solemnemente en nuestros oídos las sílabas latinas. Luego nos mostró la contraportada del disco en uno de cuyos ángulos había un retrato del hombrecillo –eso parecía a primera vista– que respondía a esa ristra de nombres.
Grande fue nuestra sorpresa cuando comprobamos que ese caballerete vestido con casaca de amplios faldones, con la mano derecha apoyada en la cintura y con la izquierda escondida en el chaleco, era un niño adornado con los atributos de la edad adulta: un espadín al cinto, el pico del chambergo asomando por el hueco de su brazo doblado, la peluca con un lazo en la cola y quién sabe si una cajita de rapé en uno de los bolsillos de su traje de gala.
De pie ante el clavecín, mirando al espectador, el jovencísimo ejecutante era consciente de la admiración que suscitaba a su alrededor.
“Éste que veis aquí” prosiguió “fue un caso de precocidad musical. Muy pronto se reveló como un virtuoso del clavecín que tocaba sin necesidad de partituras. Sus primeras composiciones datan de 1761, es decir, de cuando tenía cinco años”.
Íbamos a escuchar la sinfonía número 40 en sol menor.
A grandes trazos nos contó la historia de Mozart, deteniéndose en su infancia para subrayar la singularidad de este genio que empezó su carrera cuando apenas levantaba unos palmos del suelo.
Mientras él hablaba, yo trataba de imaginarme a ese niño que dio su primer concierto a los seis años o quizá antes, y que recorrió las principales ciudades europeas de su tiempo pasmando a la gente que asistía a sus exhibiciones.
Múnich, Augsburgo, Ulm, París, Londres, Ámsterdam, Utrecht, Amberes, Bruselas…rindieron honores a este portento.
Con circunspección y naturalidad, resolvía los problemas técnicos que le planteaban encopetados entendidos. Sin envanecerse ni alardear, superaba las pruebas a que era sometido por esos doctores.
Su padre lo había aleccionado al respecto. El comportamiento del niño no debía adolecer ni de falsa modestia ni de vano orgullo. Debía mantenerse en todo momento en un punto intermedio que, infundiendo respeto, no le granjease antipatías. Nada de prodigar sonrisas después de las actuaciones. Una leve reverencia bastaba.
Dejé de escuchar al profesor. Estaba absorto en la contemplación de un parque con frondosos árboles, bancos de piedra y estatuas sobre pedestales. Por una ancha avenida cubierta de hojas, paseaban hombres y mujeres ataviados elegantemente.
Un grupo familiar compuesto por cuatro miembros avanzaba con afectada distinción. En cabeza iba un señor con un niño. Un poco más atrás, una dama llevaba a una niña de la mano.
Marchaban despacio, como exige la etiqueta. En silencio. Estirados. Mirando al frente. Dejando tras sí una estela de comentarios.

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Para enfrentarme a la rutina diaria, uno de los pocos recursos de que disponía era crear historias. Los resultados de esta treta para burlar a la chata realidad circundante no siempre eran satisfactorios. A veces la historia que estaba montando perdía de sopetón todo su encanto.
Hilaba historias apasionantes e inverosímiles. Historias descabelladas. Historias para ser susurradas al oído de alguien. Historias subversivas, eróticas, sin pies ni cabeza. Fabulosas historias de tesoros escondidos. Historias realistas en las que el detalle se cuidaba al máximo. Historias ambientadas en Sevilla o en Pernambuco. Historias en las que aparecían cientos de personajes cuyas vidas se entrecruzaban por un momento. Historias centradas en una sola voz o en la recreación del siglo de Pericles. Historias vanguardistas con latas de conservas vacías que rellenaba de ocultas significaciones. Conmovedoras historias con o sin moraleja. Historias divinas y humanas. Historias que incluían un descenso a los infiernos o un ascenso a los cielos. Historias al estilo de Lovecraft. Historias futuristas cuya acción transcurría en el planeta BXZ 27853. Historias preñadas de presagios. Historias familiares, pueblerinas, efímeras, sugerentes.
Como Penélope tejiendo y destejiendo sin cesar el mismo velo, así yo, para combatir el tedio, forjaba historias que no me era necesario deshacer al amparo de la oscuridad, pues ellas solas, con mayor o menor prontitud, cual pompas de jabón, estallaban.
El trabajo de Penélope y el mío coincidían en otro aspecto. Ambos aspirábamos a engañar. Ella a sus numerosos pretendientes, yo al tiempo. Ella, con su tela inacabable. Yo, con mis infinitas historias.

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Abatido y exhausto, me convertía en un pasajero de ese tren procedente de un abismo interior.
Encerrado en una de sus vagonetas cuadrangulares en las que apenas cabía un cuerpo en posición fetal, me veía reducido a la inmovilidad. Ciego a causa de la intensa negrura, ensordecido por el traqueteo de las ruedas, una sola sensación que se expandía en oleadas desde mi estómago me era dable experimentar: el vértigo.
El paso de espectador a ocupante de ese tren con destino a la nada se operaba según una inapelable lógica onírica.
El convoy que venía por mí surgía de una profundidad insondable. Su empuje no admitía resistencia.
Una vez empotrado en la vagoneta, no había escapatoria ni salvación.
Poseído por el pánico, sólo cabía esperar que la máquina franquease la pavorosa barrera del cero, a la cual nos acercábamos a la velocidad de la luz.

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El rodar de las vagonetas venía acompañado de una cuenta atrás cuyos números retrocedían a la misma velocidad que avanzaba la máquina.
Removiéndome en la cama, presentía el curso de los acontecimientos. Debía tranquilizarme. Resistir. No dejarme llevar por los nervios.
Miraba el contador que marcaba una cifra astronómica y me decía aliviado que no tenía por qué preocuparme. Billones, trillones, cuatrillones se interponían entre la locomotora y yo.
Dada la cantidad de números que nos separaba, podía seguir durmiendo a pierna suelta hasta la mañana siguiente. Tenía tiempo sobrado de despertarme con ese ruido metálico en los oídos sin que se hubiese agotado la cuenta.
Así me engañaba, pues bastaba echar una mirada al contador para percatarse de la falsedad de ese razonamiento.
El tan temido cero no era una meta remota sino una posibilidad enloquecedoramente real.
¿Qué había tras el cero?
Asistía atónito a la marcha descendente de los números y ascendente de la máquina.
Mi cuerpo se iba tensando y cubriendo de sudor a medida que el miedo aumentaba en progresión geométrica hasta transmutarse en un ataque de pánico.

 

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¿Se presentaron de improviso o paulatinamente? ¿Juntas o por separado? En cualquier caso, allí estaban. Marcando el ritmo de mi vida. Tiranizándome. Amantes de dudoso encanto. Compañeras caprichosas. Omnipotentes y omnipresentes. Nueva encarnación de las Parcas. Zamarreándome. Hostigándome. Seductoras y mezquinas.
Entre ellas y yo surgió el inevitable enfrentamiento por alzarse con la hegemonía. Profundas conocedoras de las técnicas de la guerra, cambiaban de estrategia a tenor de las circunstancias.
Su objetivo era someterme por completo. Por mi parte, tan pronto les plantaba cara como me convertía en su vasallo.
Cuando me veían vencido o agotado, me acunaban en sus brazos, susurrándome promesas. Me adormecían con sus arrullos. Me juraban fidelidad eterna.
En la oscuridad de mi dormitorio, conversaba con ellas en un intento de llegar a un acuerdo.
En la soledad de mi dormitorio, conseguía sustraerme a su influjo. Me rebelaba. Rechazaba sus exigencias. Les arrebataba las concesiones otorgadas en momentos de debilidad.
Ellas no se inmutaban. Se limitaban a sonreír y a guardar las distancias. Aquello sólo era una tormenta de verano. Un chubasco que apenas moja la ropa.
Tras la noche vendría el día. Entonces recobrarían su poder fortalecido por la prueba sufrida.
Mis fanfarronadas nocturnas eran cuentas pendientes que no olvidaban cobrar más tarde o más temprano. Entonces mis súplicas no inspirarían compasión sino desdén.
No bastaba con que me humillase. No bastaba con que reconociese mi error. El insobornable tribunal de mis obsesiones y fobias me condenaba sin paliativos a la anulación.

 

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In illo tempore (XXXV)


¿Un gato se asustó y trató de escapar atravesando las filas de sus tradicionales enemigos? ¿Un niño quiso despertar a varios borrachos hacinados en el suelo echándoles un cubo de agua? ¿Un perro que giraba sobre sí mismo en un vano intento de cogerse la cola, al ver que no lo conseguía, atacó a uno de los juerguistas?
Un aullido más agudo desencadenó un concierto infernal. El pueblo rebosaba de prolongados ladridos a los que se unieron bien pronto los gritos de terror de sus habitantes.
La gente, para ponerse a salvo, empezó a correr, acicateando de esta forma la saña de sus perseguidores.
Los que aún conservaban restos de lucidez se armaron con objetos contundentes o se envolvieron el antebrazo con la chaqueta, sin obtener mejores resultados que los que se dieron a la fuga a cuerpo descubierto.
Una mujer, paralizada por el miedo, esperaba con los pelos revueltos el fatal desenlace. Aquel se defendía repartiendo mandobles. Otro juraba y perjuraba desde la ventana a la que se había encaramado, y desde la que propinaba puntapiés. Algunos se revolcaban con sus atacantes en el suelo.
La población fue pasto del furor de las hordas caninas.
Aparte de los viejos, pocas personas mantuvieron la integridad física.
Atrincherados en sus casas o en lugares inverosímiles, los que estaban a salvo escuchaban con el corazón en un puño y la cabeza entre las manos el ensordecedor griterío de sus convecinos.

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