Mamá había congregado a todas sus amistades para que fuesen testigos del acontecimiento. Se deslizaba por entre los grupos interesándose por la salud de la tía o de la abuela de los invitados, interviniendo en las conversaciones o preguntando por un ausente.
A veces, como impulsada por un resorte, abría los brazos y cruzaba el salón para agasajar a una señora de porte marcial o a un joven atildado que daba la impresión de sentirse perdido en este ambiente. A renglón seguido, los abandonaba a su suerte y corría a ocuparse de otro recién llegado, a inmiscuirse en la charla de unos amigos de su marido o a verter “sotto voce” en el oído de la criada una orden o una recomendación de última hora.
Miss Dickinson y yo permanecíamos en un rincón. La fiesta era en mi honor, como así lo corroboraba el hecho de que los invitados se acercasen a felicitarme, prodigándome cariñosas palmadas.
A simple vista nadie hubiese adivinado que se trataba de una fiesta de cumpleaños. No había globos ni piñatas ni cadenetas. La mullida alfombra que silenciaba nuestros pasos, no sería tampoco espolvoreada con papelillos de colores ni cruzada por serpentinas.
Un solo detalle respondía al espíritu de una celebración de esta clase: una tarta con cuatro velitas salomónicas en mitad de una larga mesa adosada a la pared. Su aislamiento provocaba tristeza y, de hecho, constituía un elemento discordante, flanqueada como estaba de bebidas alcohólicas y exquisiteces culinarias.
Miss Dickinson no apartaba los ojos de mamá, en espera de la señal convenida para que yo hiciera mi entrada en escena. Fue ella quien me sacó de mis cavilaciones. Había llegado el momento cumbre de la tarde.
Mamá, sentada en un sillón, y papá, de pie a su lado, componían un cuadro de felicidad conyugal. Según lo previsto, yo debía atravesar la habitación y unirme a mis progenitores.
Se hizo un silencio sobrecogedor. Fue necesario que la institutriz me diese varios empujoncitos.
Cuando estaba a mitad de camino, los nervios pudieron más y eché a correr. Mamá, en cuyo regazo había buscado refugio, me separó de ella y me acarició la barbilla. Luego, con una radiante sonrisa de disculpa, se dirigió a los invitados.
El Cielo había sido muy generoso con ella. De entre todos los regalos recibidos de tan alta instancia, del que sentía más agradecida y orgullosa era de mí. Sin sombra de pudor, ponderó y enumeró mis cualidades.
Allí donde me veían, yo era un niño prodigio, concluyó.
Cuando se apagaron los murmullos, mamá prosiguió. La señorita Dickinson podía confirmarlo.
La institutriz, que no había comprendido, balbució unas palabras de excusa. Mamá me pidió que sirviera de intérprete y así empezó la función.
Miss Dickinson corroboró con un monosílabo la declaración de la señora.
Tras exponer los resultados obtenidos en pocas semanas, mamá me rogó que hiciera una demostración de mis excepcionales facultades.
No se oía el vuelo de una mosca. Me aclaré la voz y empecé a recitar en un inglés armonioso el monólogo de Hamlet:
“To be or not to be: that is the question:
Whether’tis nobler in the mind to suffer”…

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