
Cuando el viejecito se acercó a esa sombra más intensa que la oscuridad reinante en el zaguán, comprobó que no se había equivocado. Eso se movía, acezaba, tenía dos puntos brillantes.
Lentamente, con el bastón en alto para protegerse de un ataque, retrocedió hasta encontrar con la mano libre la cancela, que cerró con suavidad, siempre de cara a ese bulto negro.
La frente del viejo, que se quedó inmóvil, con la vista clavada en esa sombra, estaba cubierta de gotas de sudor.
Estaba tan sobrecogido que no se le había ocurrido encender la luz.
En el marco de la puerta del comedor se dibujó la silueta de una mujer encorvada. Preguntó a su marido por qué estaba tan callado. El viejo siseó, pero su mujer, intrigada, no sólo volvió a repetir la pregunta, sino que le hizo notar que el escándalo exterior había disminuido considerablemente.
El viejo no dijo nada.
“Enciende la luz” le ordenó.
El perro los miraba con ojos desencajados. Tenía el cuello torcido y los pelos erizados. Dio un paso y lanzó un gruñido. De la boca le manaba un hilo de baba.
Por un momento pareció que había tomado la decisión de irse.
Presa de una fulminante crisis de furor que anonadó a los ancianos, se abalanzó sobre la cancela, entre cuyos barrotes trataba de meter la cabeza. Como no podía, empezó a morderlos.
Mientras el perro, resollando, prodigaba dentelladas a los hierros, el viejo musitaba: “Rabioso, está rabioso”.
Read Full Post »