Feeds:
Entradas
Comentarios

Archive for the ‘In illo tempore’ Category

De pelaje gris y talla mediana, estaban aquejados de extraños tics. El pueblo se llenó de ellos. Ya no aparecían solitarios por las esquinas y ahí se quedaban. En grupos de tres o cuatro se aproximaban a esas aglomeraciones cuyos componentes se movían en zigzag o se entregaban a impúdicos manejos, donde nadie era dueño de sí mismo ni se atrevía a espantar a esos espectadores jadeantes.

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

Read Full Post »


Cuando el viejecito se acercó a esa sombra más intensa que la oscuridad reinante en el zaguán, comprobó que no se había equivocado. Eso se movía, acezaba, tenía dos puntos brillantes.
Lentamente, con el bastón en alto para protegerse de un ataque, retrocedió hasta encontrar con la mano libre la cancela, que cerró con suavidad, siempre de cara a ese bulto negro.
La frente del viejo, que se quedó inmóvil, con la vista clavada en esa sombra, estaba cubierta de gotas de sudor.
Estaba tan sobrecogido que no se le había ocurrido encender la luz.
En el marco de la puerta del comedor se dibujó la silueta de una mujer encorvada. Preguntó a su marido por qué estaba tan callado. El viejo siseó, pero su mujer, intrigada, no sólo volvió a repetir la pregunta, sino que le hizo notar que el escándalo exterior había disminuido considerablemente.
El viejo no dijo nada.
“Enciende la luz” le ordenó.
El perro los miraba con ojos desencajados. Tenía el cuello torcido y los pelos erizados. Dio un paso y lanzó un gruñido. De la boca le manaba un hilo de baba.
Por un momento pareció que había tomado la decisión de irse.
Presa de una fulminante crisis de furor que anonadó a los ancianos, se abalanzó sobre la cancela, entre cuyos barrotes trataba de meter la cabeza. Como no podía, empezó a morderlos.
Mientras el perro, resollando, prodigaba dentelladas a los hierros, el viejo musitaba: “Rabioso, está rabioso”.

Read Full Post »


Cayó la noche. Las asambleas se habían convertido en verbenas, donde se hacía lo propio.
A medida que transcurría el tiempo, aumentaba el desenfreno.
Ante la atónita mirada de los viejos, que seguían espiando a través de los visillos y de las rendijas, se desarrollaron escenas procaces, como las que proliferan en ciudades contaminadas por la peste.
Alguien, sin dar importancia a ese hecho, divisó un perro escuálido al final de una calleja.
El animal, de ojos enterrados en las órbitas, babeaba y gemía. Cuando quiso dar un paso, se derrumbó. Tuvo varios espasmos y sus miembros se fueron agarrotando al tiempo que aumentaba su secreción salivar.
Sin producir alarma, este mismo episodio se repitió en diferentes puntos del pueblo.
La gente no reparaba siquiera en esos perros de pellejo pegado a la osamenta y con espumarajos en la boca, que casi no se tenían en pie.
Algunos mozos intrépidos los cogieron por el rabo y los arrastraron hasta los lugares de mayor concurrencia para animar más el cotarro.
Ante la visión de esos chuchos descarnados, las mujeres protestaban, hacían gestos de asco o se volvían de espaldas gritando que se llevasen “esa cosa”.
Los perros gruñían y hacían amago de morder, pero estaban demasiado débiles para debatirse.
Cuando los hombretones se cansaban de jugar con ellos, los abandonaban o les arreaban un garrotazo en la cabeza.
Con los cadáveres gastaban bromas. La que más les divertía era arrojarlos al interior de las casas.

Read Full Post »


Parecía que la tierra se había tragado al cochinito. Quizás se había escondido en una casa. Quizás había escapado al campo, en cuyo caso nada se podía hacer.
Pero ¿y si el bribón, cansado como tenía que estar después de esas locas carreras, se hallaba agazapado y tembloroso debajo de una cama, detrás de una maceta o en un rincón oscuro?
Cada escuadrón especulaba sobre las razones de la desaparición y sopesaba las medidas que había que adoptar.
Dado que la polémica suscitada tenía visos de eternizarse y nadie quería irse sin conocer el desenlace de esta historia, hombres y mujeres se fueron acomodando en las aceras, en sillas sacadas de las casas e incluso en mitad de la calle.
Pronto empezaron a circular botellas de vino que eran trasegadas mientras los líderes de esas asambleas desgranaban sus argumentos.
Sólo los viejos estaban ausentes de estas deliberaciones al aire libre. Algunos, haciendo valer su experiencia de la vida, se dirigieron a sus vecinos desde los balcones o desde las azoteas de sus casas, instándolos a dar por concluida esta jornada y a regresar a sus hogares.
Fueron abucheados.
Una viejecita, a quien la terquedad de los confabulados exasperaba, los llamó “partida de cretinos”.
A punto estuvo de ser descalabrada por una botella que le arrojó un malnacido; la cual, haciéndose añicos, se estrelló contra los hierros de la barandilla.

Read Full Post »


Esa bola de sebo corredora, que se diría escapada de Liliput, era un mensajero que los dioses, movidos por la compasión, habían enviado.
Aires de fiesta se respiraban en el pueblo. Las casas se vaciaban de sus moradores que, en grupos compactos, se dirigían al lugar donde más recientemente había sido avistado el minúsculo paquidermo.
Los vecinos amenizaban su búsqueda con cantos y palmas al tiempo que reclutaban nuevos contingentes de curiosos.
Al cabo de una hora, varias columnas recorrían el pueblo con un único objetivo: acorralar y apresar al gorrino.
Sólo los viejos permanecían recostados en el quicio de la puerta o sentados en el umbral. Pero como la euforia era general, cuando una comitiva pasaba por delante de ellos, sentían el impulso de sumarse. Arrebato que sus cuerpos desgastados y achacasos impedían materializar.
Ellos fueron los primeros en advertir algo raro.
Se sucedían los desfiles con sus enjambres de niños que servían de enlace entre los distintos batallones, a los que escoltaban alborotando y soplando a pleno pulmón en unos trompetines que nadie sabía dónde los habían agenciado.
Con una punta de ansiedad, los viejos preguntaban si aún no habían dado caza al lechón. Ante la respuesta negativa, volvían a preguntar si al menos se sabía por dónde andaba. Sobre este particular las versiones eran contradictorias.
Procurando hacer oír su cascada voz en medio de la algarabía, planteaban la siguiente cuestión: “¿Quién ha sido el último que ha visto al cerdito?”.
Los interpelados se encogían de hombros y contestaban que no tenían ni idea.
Escamados, los viejos aconsejaban a sus convecinos que tuviesen cuidado, pero su advertencia se perdía en el tumulto sin tener eco.

Read Full Post »


Sobre las seis de la tarde solía ir a comprar tabaco.
Mientras recorría las calles, observaba los mismos corrillos en las mismas esquinas, los mismos parroquianos en los mismos bares, las mismas mujeres de cháchara.
Observaba los mismos rostros cazurros, las mismas manos cogiendo los vasos de café que eran sorbidos ruidosamente, los mismos chasquidos de la lengua, los mismos brazos cruzados, la misma colilla apagada en la comisura de los labios, los mismos dedos amarillentos.
Una tarde, los magnánimos dioses mandaron un emisario: un cerdo de proporciones diminutas que corría a increíble velocidad.
Como era previsible, se organizó un revuelo mayúsculo. Todo el mundo daba muestras de hallarse agitado.
El cerdito con su gracioso rabo rizado era inapresable. Se desplazaba de un lado a otro con absoluta impunidad.
Si le interceptaban el paso, se escabullía por entre las piernas de sus acosadores, que, dando media vuelta, contemplaban boquiabiertos cómo se alejaba el gorrino.
Si le tendían una emboscada, el instinto del animal le hacía girar bruscamente y enfilar hacia otra calle, dejando con un palmo de narices a los cazadores.
Los habitantes del pueblo, convencidos de que el cerdito de aladas pezuñas se estaba burlando de ellos, empezaron a manifestar los primeros síntomas de histeria colectiva.

Read Full Post »


Al principio bastaba una sonrisa de Jorge para restituir la tranquilidad, al menos en parte. A medida que transcurría el tiempo, se hicieron necesarios discursos más elaborados.
Una tarde apareció en compañía de un colega suyo.
Este señor venía a ver a mis padres. El asunto no dejaba de tener gracia: ¿quién era el enfermo? ¿ellos o yo?
Desde luego, me guardaría de mostrar mi regocijo. Recordaba el episodio del taxi, sus explicaciones y mi risa, que se tomaron a mal.
Mi situación personal no había mejorado ni empeorado. Quizá la palabra que ellos emplearían fuera estancamiento.
Tras una ronda de sesiones con el psicólogo, de la que esperaban una curación milagrosa, había que rendirse a la evidencia de que tal acontecimiento no se había producido.
A este resultado desalentador había que sumar la falta de inspiración de Jorge.
La “crisis pasajera propia de la edad” ya no colaba. Puede que lo de “crisis” tuviese todavía vigencia, pero lo de “pasajera” había perdido toda credibilidad.
Ocupado estaba en estos pensamientos cuando se me ocurrió mirar el reloj: faltaban diez minutos para la clase de música.
Me levanté del sillón y cogí el método.
La conversación que mantenían en el despacho de mi padre, se alargaba demasiado.
Bajé la escalera con cuidado. Era posible que la puerta del despacho estuviese abierta, en cuyo caso no podría salir sin ser visto e interrogado.
Desde el descansillo comprobé que la puerta estaba entornada. Con un poco de suerte nadie se percataría de mi salida.
Mientras me deslizaba paso a paso, escuché a mi madre en lo que tenía visos de ser una réplica a mi padre.
Éste habría hecho un desafortunado comentario en relación con su familia política, pues mi madre estaba haciendo una acalorada descripción del comportamiento de un tío de mi padre, ya fallecido, con fama de atronado en el pueblo.
Aunque no oí su nombre, no había duda de que estaba hablando del tío Ramón, un hermano de mi abuelo paterno, más conocido en el ámbito local por Ramoncito.
El colega de Jorge preguntó en qué consistían las locuras (así las había calificado mi madre) de ese señor.
Mi padre se apresuró a hacer una aclaración, pero mi madre lo cortó en seco. Acababa de acordarse de otro pariente de naturaleza enfermiza.
Sin curiosidad por conocer la identidad de este nuevo neurótico de la familia, me alejé con sigilo, abrí lentamente la puerta y salí a la calle.

Read Full Post »

In illo tempore (XXVII)


Como fichas de dominó alineadas unas detrás de otras que caen progresivamente con sólo empujar la primera, la voladura del edificio resquebrajó y cuarteó los colindantes, quedando todo reducido a escombros.
Sobre la ciudad en ruinas, donde las ratas campaban a su antojo, un cielo plomizo y bajo se cernía sobre los cascotes, las cacerolas abolladas, las muñecas descoyuntadas y de pelo enmarañado, las puertas arrancadas de cuajo, las sillas cojas, los jirones de ropa, los papeles volanderos…
Y yo me había limitado a contemplar cómo se consumaba la destrucción sin pestañear, sin mover un dedo.
Con indiferencia.

Read Full Post »


El profesor de música tenía un viejo tocadiscos. Nos dijo que le daba pena tener que oír música en ese trasto.
Una noche, en vísperas de Navidad, en lugar de dar la clase de solfeo, nos propuso escuchar una composición de Schubert.
Con entusiasmo real o fingido, aceptamos el cambio. El solfeo puede convertirse en un ejercicio fastidioso.
El tocadiscos estaba en una mesita situada al lado del único enchufe que había en la habitación.
Por supuesto, aclaró, nos iría comentando la obra, aunque también le interesaba la impresión que la música suscitase en nosotros. El goce estético, puntualizó. Todos asentimos.
Hablaba con calma, interrumpiéndose de vez en cuando para dar una calada al cigarrillo. Era un experimento que realizaba con alumnos principiantes.
Lo que íbamos a escuchar era un quinteto. El quinteto en do mayor de Franz Schubert.
A continuación nos hizo un sucinto relato de las penalidades sufridas por este músico austriaco que murió de tifus bastante joven.
Nos comunicó, con su tono de voz despacioso e inalterable, que este compositor y esta pieza en concreto se contaban entre sus favoritos.
Después nos proporcionó algunas nociones técnicas para facilitarnos la comprensión de la obra.
Finalmente se levantó de la silla, sacó el disco de su funda, lo limpió por ambas caras con una bayeta y lo colocó en el aparato, al lado del cual se sentó para detener la audición cuando lo considerase oportuno.
Mientras llevaba a cabo estas operaciones, me vinieron a la cabeza los rumores que corrían por el pueblo acerca del profesor de música. Nunca los había tenido en cuenta. Estaba hecho a la vida en el pueblo y no me sorprendían.
No era porque viviese solo y no se relacionase con nadie por lo que me resultaba peculiar, sino por ese esmero con que manipulaba el disco de Schubert.

Read Full Post »

« Newer Posts - Older Posts »