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Archive for the ‘Sonetos’ Category

Rueda solar, llave del paraíso.
La serpiente clavada en una estaca
ha dejado de darnos la matraca.
A sus silbos hacemos caso omiso.

Emblema totalizante y preciso.
Rada o puerto donde el deseo atraca
y lo inunda la luz de la baraca.
Refugio del cansado y del remiso.

Árbol de vida, intrépido navío
que hunde su quilla en proceloso mar,
bolineando con singular trapío.

Anzuelo del maligno, lirio albar,
camino sin atajo ni desvío,
cadalso glorioso, rueda solar.

 

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El camino de regreso al hogar
es hora de que emprendas diligente.
¿No te has extraviado lo suficiente?
¿Temes tal vez la ruta no encontrar?

Sobre el mugriento paño macasar
la cabeza reclinas indolente.
En este día gris precisamente,
musitas, no tengo ganas de andar.

Mas, al cerrar los ojos, los colores
estallan con fuerza dentro de ti:
una fuente de chorros cegadores.

Verde es el sur, el norte azul turquí
—avienta tus cenicientos temores—,
el este gualdo y el oeste un rubí.

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Dulzura de las tardes invernales
al amor de la lluvia y el brasero,
cuando el viento se vuelve mensajero
de verdades ignotas y cabales.

Lentos atardeceres estivales,
vuestra gloria radiante yo venero,
cuando moroso el resplandor postrero
pone fuego en vidrieras y cristales.

Del otoño azuleando en el estero
y embalsamando el aire con sus sales,
me llegan su tibieza y su tempero.

Iridiscentes luces cenitales
confluyen e iluminan por entero
tulipanes, glicinias y rosales.

 

 

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Hoyo de proporciones gigantescas,
cuyo borde recorro con cuidado,
en su fondo de sombras erizado
una legión de sirenas dantescas

y otros seres de facciones simiescas,
bufones de uniforme remendado,
me hacen señas de que acuda a su lado
mientras realizan piruetas grotescas.

Miro a mi alrededor con desespero
buscando una razón, un asidero,
que me aparte de ese hondón infernal.

Sólo los campos de labranza veo,
los parduscos terrones al oreo,
como la urdimbre de humilde sayal.

Hoyo de proporciones...

 

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[Ofelia flota en el agua del río]

Ofelia flota en el agua del río.
La corriente la arrastra mansamente,
rodeada de flores, hacia poniente,
liberada de todo desvarío.

En las postrimerías del estío,
cuando crecen las sombras, y el relente,
bocanada de la noche inminente,
infiltra un prematuro escalofrío,

quiso adornar un sauce de la orilla
con los vivos colores del verano.
Sobre el agua volcó su canastilla,

tras la que alargó presurosa mano.
El río se estremece, tiembla, brilla.
El sauce, dolorido, gime en vano.

 

 

 

 

 

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Arcángeles de infatuada sonrisa,
cuyos ojos llamean cual candelas,
cual rubíes de siniestras estelas
en un mar que no refresca la brisa.

Arcángeles que sólo se dan prisa
para anunciar, a la luz de las velas,
esclavitudes, yugos y gabelas.
Onerosa carga que al alma agrisa.

Mensajeros de requemada piel,
guardianes de los antros infernales,
no responden al nombre de Gabriel.

En la noche, sus rojizos fanales
iluminan el tenso andarivel
que cruzan paso a paso los mortales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Al anochecer vuelan los mochuelos
y mil formas en lo oscuro entreveo,
enigmáticos signos de un deseo
que de la tierra se alza hasta los cielos.

Con las sombras nocturnas los anhelos
asisten, acezantes, al careo
entre aquello que soy y lo que creo,
esperando que al fin caigan los velos.

Mariposas de terciopelo grana,
festoneadas de negro, enfebrecidas,
bailotean al sol de la mañana.

En sus continuas idas y venidas
buscar motivos es tarea vana,
ni en sus locas bajadas y subidas.

 

 

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Los dorados amentos de la encina
refulgen sobre el oscuro follaje,
como temblorosos puntos de anclaje
que atraen la mirada con sordina.

En la gozosa quietud vespertina,
como caireles de un hermoso traje,
ponen notas de luz en el aguaje
de la arboleda solemne y cetrina.

Este efímero esquilmo que engalana
la adustez de la encina centenaria
—titilante joyel que se desgrana

con una prontitud estrafalaria—,
es la fuente cabal de donde mana
la eternidad con fuerza extraordinaria.

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Flota en el aire un olor a violetas,
tan sutil como la melancolía
que rezuma gota a gota este día
declinante, de arreboladas vetas.

Mientras se alejan las preciadas metas
o van desmoronándose a porfía,
mientras disminuye la algarabía
y se debilitan las pataletas,

la fragancia se hace más perceptible.
Es el momento de cerrar los ojos
y comprobar que el milagro es posible:

ramos de lilas en lugar de abrojos
verás y oirás el inconfundible
descorrerse de enmohecidos cerrojos.

 

 

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Balsámico silencio de la tarde,
cercano ya el momento del ocaso.
El cielo, poco a poco, va apagándose.
Lentamente se empañan los cristales.

En el jardín hay formas fantasmales
recorriendo el recinto con sus dedos.
Los campos van tornándose, a lo lejos,
de verdes y brillantes en opacos.

El silencio y la paz lo impregnan todo,
como una lluvia fina y persistente
que saciara, por fin, la sed del alma.

Al contacto de esta inefable calma,
que al espíritu nutre y ennoblece,
el mundo se sosiega y se embellece.

 

 

 

 

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