Serían las once de la noche. Habíamos estado bebiendo lo justo para ponernos alegres. Alguien propuso que fuésemos a bailar. Pero había un pequeño problema. Disponíamos de tres coches y éramos cerca de veinte personas.
La discoteca estaba lejos, así que la posibilidad de que algunos fueran andando se descartó. No había más que una solución: repartirnos como pudiéramos en los tres vehículos.
Salimos del bar cantando y riendo. Pese a estar a finales de febrero la atmósfera era tibia.
“¿Cómo nos las arreglamos?” preguntó Inma engurruñendo sus ojillos. “Ya veremos, no te preocupes” respondió un joven espigado que estaba junto a ella. “Ya veremos no. En mi coche sólo hay sitio para cinco”.
Araceli intervino: “En el mío pueden ir cuatro detrás y tres delante. En el de Ignacio y en el tuyo tienen que ir seis en cada uno”.
El aparcamiento estaba casi a oscuras. Uno de los que venían conmigo llevaba una guitarra cogida por el mástil. Cuando entró, me golpeó la cabeza con el clavijero. Me volví y le dije: “Ten cuidado” “Perdona. Ha sido sin querer”.
Arranqué y enfilé la avenida al tiempo que preguntaba: “¿Sabéis dónde es?” “Sí. Por ahora todo recto”.
2
La discoteca estaba en un barrio de la periferia. El portero nos dejó pasar sin pagar la entrada. El local estaba casi vacío.
Nos dirigimos directamente a la pista. El «disc jockey» se animó al vernos bailar y puso la música apropiada para que la fiesta no decayese.
Al poco rato sentí ganas de orinar. En los servicios había un gran espejo rectangular. Me alisé los pelos con la mano. Por un momento me olvidé de que estaba allí para aliviar la vejiga.
Cuando estaba frente al mingitorio, apareció un hombre vestido de flamenca. Me miró y dijo: “¿Y ahora cómo meo?” “En el váter” le indiqué. “He dicho cómo, no dónde” y se levantó los volantes.
Observé que no le faltaba un detalle: un par de flores de tela, la peineta, los pendientes, el collar, las pulseras, el mantoncillo de flecos. También estaba maquillado.
Me espetó: “¿Te gusto?” “No pretendía molestarte” “¿Quién se ha molestado?”.
Inicié la retirada. El otro me miraba con insolencia. Un tanto aturrullado me despedí. Recordé que formaba parte de nuestra comitiva.
3
Me acerqué a la barra. El camarero me preguntó: “¿Qué va a tomar?”. Pedí un «gin lemon». Mientras me lo servía, con la espalda apoyada en el mostrador contemplé la pista.
Había luces de colores que parpadeaban continuamente. Con regularidad un láser blanco daba varias pasadas iluminando brazos, piernas, torsos, cabezas que adquirían existencia independiente.
Bebí un largo trago del combinado. Mi resistencia al alcohol es escasa. Esa noche, además, había comido poco.
Pagué la consumición y, con el vaso en la mano, me dirigí a uno de los sofás. Me arrellané y puse los pies en un puf.
La pared del fondo, el techo y las dos columnas que flanqueaban el círculo de coribantes, estaban revestidos de espejitos que multiplicaban las fuentes luminosas y los tentáculos del pulpo presa de incontenible furor.

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