Feeds:
Entradas
Comentarios

Posts Tagged ‘Besoto’

Almorzamos. A través de la ventana que da al patio vemos las macetas y los arbustos iluminados por la luz cenital del sol de agosto. La cortina está descorrida a medias. La lucha contra la claridad es una costumbre arraigada. Las habitaciones se mantienen a oscuras o, como mucho, en penumbra. Pero ahora comemos y hay que saber lo que nos llevamos a la boca.

Se escucha la puerta de la calle que debería estar cerrada. Dejamos de masticar. Alguien que no se ha tomado la molestia de llamar, ha entrado. Resuenan pasos en el zaguán, en la siguiente habitación y aquí lo tenemos.

“Que aproveche” dice ceremoniosamente con su voz pastosa. Mi padre, como es costumbre, lo invita a compartir nuestros alimentos. El tío Julio declina el ofrecimiento que, a fin de cuentas, no es más que un gesto de cortesía.

“Siéntate” dice mi padre que se pone a masticar de nuevo sin preguntar a su hermano qué le trae por aquí a una hora tan inadecuada. De todas formas lo va a soltar. Para eso ha venido.

“Hay que ir a Besoto” anuncia con naturalidad. El arroz con pollo se me atraganta. Doy un buche de agua. Luego bebo casi medio vaso de un tirón. No puedo seguir comiendo.

Mi madre ralentiza la ingestión del plato principal. Mi padre sigue masticando al mismo ritmo. “¿A Besoto? ¿Cuándo?” pregunto. “Ya” responde el tío Julio.

Mi madre se levanta y va a la cocina a buscar no sé qué cosa. Es inaudito. Quiere que coja el tractor, enganche el remolque y vaya a Besoto ya. Oigo su voz lejana que añade: “He hablado por teléfono. Sólo hay que recoger los sacos de abono”.

El tío Julio es achaparrado. Tiene unas manos grandes y vellosas que manejan los sacos como si fueran bolsitas de pipas de girasol. Rezuma vigor y arrogancia, sobre todo si se le compara con sus dos hermanos.

El mayor, en palabras de mi madre, es el espíritu de la golosina. Esmirriado, estrecho de hombro, ligeramente cheposo, parece que va a desarmarse en cualquier momento.

En cuanto a mi padre, si la salud se mide por el apetito, no hay más remedio que concluir que la suya es envidiable.

El tío Julio da media vuelta y se va sin despedirse. Mi madre regresa de la cocina y se sienta.

En la mesa, surgido de la nada, hay un frutero con peras y manzanas.

 

 

Licencia de Creative Commons
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Read Full Post »

                                 II
No recordaba dónde había dejado el coche. Pero no me importaba demasiado. Así callejearía un poco. Hacía una noche de verano bochornosa. El solano había estado soplando todo el día y ahora se había echado. El recalmón ponía los pelos de punta.
Me acordé de aquellos nórdicos que no acababan de creer, pese a estar sufriéndolo en sus carnes, que cayera la noche y siguiera haciendo el mismo calor. Ellos asociaban oscuridad y bajada de temperatura. Aquí, entre sofocos y trasudores, comprobaron que vivían en el error.
Caminé sin rumbo, más en busca de frescor que del auto.
Besoto se ha extendido en ondas concéntricas a partir de su inmensa mole parroquial que, aunque no se levanta en el centro, es sin duda el punto de referencia de la población. Las calles parten serpenteando de la imponente iglesia desprovista de gracia y elegancia en sus líneas y volúmenes, cuyo aspecto es el de un mazacote proyectado para imponerse implacablemente a los fieles.
A pesar del calor, me sentía bien. Tenía la impresión de que nada de lo que estaba ocurriendo me concernía. En ese apacible estado de ánimo llegué sin proponérmelo adonde estaba aparcado el coche.
Pensaba marcharme, pero comprendía que era una faena. Si me iba, ¿cómo regresarían los que habían venido conmigo? Esa idea me detuvo. Me guardé la llave y desanduve lo andado.
Todos debían estar en el sótano donde no tenía la intención de bajar. Recorrí las habitaciones cuya distribución y decoración correspondían a las de la vivienda de un rico hacendado.
En lugares penumbrosos había parejitas bisbiseando y haciéndose carantoñas, pero el grueso de la clientela estaba abajo.
Se oía el lejano retumbo discotequero, pero no lo suficiente para romper la ilusión de hallarse en una casa particular. En cuanto a los enamorados o a los individuos solitarios que encontraba a mi paso, podía catalogarlos como sus moradores.
Subí tres escalones y llegué a un cuarto de medianas proporciones donde había, al lado de una mesa baja, un sillón de asiento de anea en el que me acomodé.
Se estaba a gusto. El zumbido de la música no era molesto. No había nadie.
Apoyando el codo en el brazo del sillón y la mejilla en la mano, me dispuse a velar, a dejar que las horas transcurriesen plácidamente, como un río tranquilo.
No pensaba en nada concreto. El tiempo parecía haberse detenido en esa habitación encalada con reminiscencias de celda monacal. Me entregaba a vagas ensoñaciones cuando entró una mujer que rondaría los cincuenta años, metida en carnes, de aspecto cordial.
En cuanto me vio, esbozó una sonrisa y dijo: “Enseguida vuelvo”.
Me enderecé en el sillón y esperé su regreso. Apareció con una bandeja en la que había una taza de caldo humeante que depositó con cuidado en la mesa. “Le he puesto un poco de hierbabuena” comentó. Luego se fue dejándome de nuevo solo.

 

 

 

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported

Read Full Post »

                                   I
Sito se aplicó a soliviantar a unos y a otros hasta que consiguió su objetivo. En una discoteca de Besoto daban una fiesta bárbara.
Con los ojos chispeantes y en un patente estado de agitación, Sito no paraba de preguntar: ¿quién tiene coche? ¿cuántos somos? ¿cabemos todos? Explicaba exultante que la discoteca estaba situada en una casona antigua, lo cual le daba un toque especial, haciéndola diferente de los demás establecimientos de su género.
No puedo decir que me contagiara su alborozo, pero como todo el mundo parecía encantado, también yo me sumé a la iniciativa.
“Nos tenemos que ir ya” repetía Sito coreado por otro insensato que lo apoyaba incondicionalmente.
Era tarde. La consigna era seguir al primer vehículo, en el que iba Sito, único conocedor de la ubicación exacta del local nocturno. No podíamos perderlo de vista, sobre todo cuando entrásemos en el pueblo.
Había poco tráfico. En el cielo resplandecía una luna amarillenta en cuarto creciente.
Durante el camino se cantaba, se contaba chistes, se hablaba compulsivamente. Como iba conduciendo, me mantenía al margen de ese guirigay, salvo cuando entonaban “En el coche de papá” viéndome obligado entonces a dar un par de bocinazos.
Como en la parte antigua de Besoto, donde se encontraba la casona, era imposible aparcar, dejamos los coches en un barrio cercano, desde donde nos dirigimos a nuestra meta armando jaleo a pesar de lo avanzado de la hora.
Esta situación me ponía violento. Mis compañeros no paraban de soltar risotadas y de dar voces. Si alguien rogaba que se guardase silencio, esa prudente petición enconaba los ánimos y el resultado era más lamentable.
“Al menos, que lleguemos pronto” pensaba para mis adentros.
En la entrada había dos focos iluminando un panel rectangular pintado de negro y dorado donde se inscribía el nombre de la discoteca. Desde fuera sólo se oía un murmullo apagado. Entramos en el zaguán en el que había una cabina acristalada donde vendían los tiques. Detrás había un cortinón de terciopelo granate entre cuyos pliegues se hallaba camuflado el portero.
Desde luego aquello parecía lo que era: la planta baja de un caserón de gruesos muros y habitaciones más bien destartaladas con muebles antiguos y fotos desvaídas de color sepia.
Sito estaba radiante. Encendiendo el enésimo cigarrillo, con la satisfacción pintada en el rostro, nos preguntó: “¿A que no esperabais esto? ¿A que es superoriginal?”.
Dada la perplejidad reinante, el mentecato que le seguía el juego formuló la objeción que a todos nos bullía en la cabeza: “Pero esto no es una discoteca”. Sito, aspirando con fruición el humo del pitillo, repitió triunfante: “¿A que es una chulada?”.
La sala de baile estaba en el sótano, adonde se llegaba por una escalera de ladrillos desgastados. Agarrados al pasamano, en fila india, iniciamos el descenso al sanctasanctórum.
Conforme bajábamos, se iba desvelando a nuestros ojos el mundo colorista y alborotado de un gran cubo de vidrio insonorizado que ocupaba la mayor parte del subterráneo.
Mis compañeros se precipitaron en su interior, desperdigándose por todas partes. Yo entré también pero me quedé a un lado, cerca del disc-jockey. La pista estaba llena. Allí dentro la música era atronadora. Decidí acercarme al bar y tomar una copa, pero lo pensé mejor, di media vuelta y me fui.

 

 

 

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported

Read Full Post »

                                   1

Hay en Las Hilandarias una casona de muros encalados, con escasas y altas ventanas a la calle que están siempre cerradas.
En uno de los ángulos de este edificio se levanta una torre cuadrangular, maciza, rematada en una veleta con la primera letra de los puntos cardinales.
Esta casona es conocida como “el palacio”. Se entra por un portalón gris tachonado de clavos negros. Está situada en el casco antiguo del pueblo.
Desde la torre se contempla la campiña que se extiende ante ella como una inmensa alfombra parda surcada por las franjas grises de las carreteras de Besoto y Conquista, y limitada a la derecha por la lejana cenefa del río Tremedal.

2

Crucé el pueblo con mi mochila azul y negra donde llevo lo que me hace falta: cuadernos, libros, bolígrafos…
Marchaba aspirando el aire con olor a jara de los haces que almacenan en los patios de las tahonas para ser quemados en los hornos.
Marchaba disfrutando de la transparencia y quietud de las mañanas estivales de Las Hilandarias.
La idea me la sugirió Perindola que conoce todos los recovecos y secretos del pueblo. No tengo interés en responsabilizar a nadie, ni siquiera a ese zascandil irredento.
Necesitaba un lugar tranquilo donde realizar mi labor y “el palacio” lo era.

3

Las estancias son espléndidas: de techo alto, amplias, con baldosas blancas y negras formando dibujos geométricos. Las ventanas de postigos entreabiertos dan a un patio central adoquinado con un pozo y un pilar.
Frías y en penumbra, recorro las habitaciones a pasos lentos, como si temiera despertar a alguien.
Hay muebles antiguos, espejos de marcos de madera tallada, jarrones de porcelana, candelabros, cortinas de damasco, consolas con tapas de mármol…
Ante una mesa de caoba con un paño de terciopelo verde y un relicario de cobre dorado, me rindo a la evidencia de que no hay ningún sitio adecuado para ponerme a trabajar.
Sigo adentrándome en “el palacio” con sus paredes llenas de cuadros de motivos cinegéticos y religiosos, con sillas tapizadas, sofás y sillones de cuero…Con ese silencio más propio de un museo que de una vivienda.
Me noto tenso. Comprendo que allí no podré concentrarme, que allí no pinto nada.
Doy media vuelta y desando las desangeladas estancias. Cuando cruzo el patio, el calor del sol reanima mi cuerpo y reconforta mi espíritu.

 

 

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported

Read Full Post »

I
En cuanto me enteré, salí corriendo para verlo con mis propios ojos. Si era verdad, me llevaría un buen disgusto. Tal vez fuera una exageración.
Los vecinos son muy dados a hiperbolizar y a tergiversar. Es una actitud incomprensible e irritante. De lo que me cuentan creo la mitad o todavía menos, según el informante.
Hace tiempo que mi candidez se esfumó y que dejé de tomar al pie de la letra las fantasías y delirios de los hilandarios.
La fuente de la Catana, situada entre la carretera a Besoto y las últimas casas del pueblo, es un lugar con historia. Hay lienzos de muros y cimientos de villas romanas.
El agua de la fuente da nacimiento a un arroyo bordeado de berro, mastranzo y plantas aromáticas. Sombrean sus orillas álamos plateados que hacen más ameno este paraje al que íbamos a jugar cuando salíamos de la escuela, y a pasear y charlar en nuestra adolescencia.

II
Por una vez la noticia se ajustaba a la realidad. Una hoya gigantesca se había tragado el manantial, los restos arqueológicos, las rocas y los árboles.
Contemplé espantado esa depresión profunda y desolada, ese cráter inhóspito sin rastro de verdor. Parecía como si hubiese caído un meteorito calcinándolo todo.
Los numerosos curiosos comentaban con voz incrédula cómo había podido formarse semejante agujero de la noche a la mañana.
El Sapo estaba también allí. Se trata de un individuo cobardón, de verborrea ininteligible, aficionado a gastar bromas pesadas cuando se siente respaldado por otros o protegido por el anonimato.
Se acercó con los carrillos hinchados por la risa que a duras penas podía contener. Al parecer ese desastre le hacía gracia. Venía acompañado de tres amigotes.
Instintivamente me retiré del borde de la hoya.
El Sapo se detuvo a escasa distancia de mí y se cruzó de brazos. Era la personificación de la indignidad.
No dijo nada ni yo tampoco, como si no nos conociéramos.
De vez en cuando volvía la cabeza y lanzaba una mirada de connivencia a sus acompañantes. Como recordaba bien de nuestra infancia, era el mismo gesto de incitación que utilizaba para perseguir a un niño y correrlo a pedradas.
Observé que su cara cambió de expresión adquiriendo un aire bovino. De repente yo había dejado de interesarle. Incluso retrocedió algunos pasos y luego se alejó a toda prisa.
De la hoya salían escarabajos negros de brillo metálico, ciempiés que se desplazaban presurosos, hormigas de descomunales mandíbulas que avanzaban en desorden, cucarachas rubias de largas e hiperactivas antenas…

 

 

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported

Read Full Post »