II
No recordaba dónde había dejado el coche. Pero no me importaba demasiado. Así callejearía un poco. Hacía una noche de verano bochornosa. El solano había estado soplando todo el día y ahora se había echado. El recalmón ponía los pelos de punta.
Me acordé de aquellos nórdicos que no acababan de creer, pese a estar sufriéndolo en sus carnes, que cayera la noche y siguiera haciendo el mismo calor. Ellos asociaban oscuridad y bajada de temperatura. Aquí, entre sofocos y trasudores, comprobaron que vivían en el error.
Caminé sin rumbo, más en busca de frescor que del auto.
Besoto se ha extendido en ondas concéntricas a partir de su inmensa mole parroquial que, aunque no se levanta en el centro, es sin duda el punto de referencia de la población. Las calles parten serpenteando de la imponente iglesia desprovista de gracia y elegancia en sus líneas y volúmenes, cuyo aspecto es el de un mazacote proyectado para imponerse implacablemente a los fieles.
A pesar del calor, me sentía bien. Tenía la impresión de que nada de lo que estaba ocurriendo me concernía. En ese apacible estado de ánimo llegué sin proponérmelo adonde estaba aparcado el coche.
Pensaba marcharme, pero comprendía que era una faena. Si me iba, ¿cómo regresarían los que habían venido conmigo? Esa idea me detuvo. Me guardé la llave y desanduve lo andado.
Todos debían estar en el sótano donde no tenía la intención de bajar. Recorrí las habitaciones cuya distribución y decoración correspondían a las de la vivienda de un rico hacendado.
En lugares penumbrosos había parejitas bisbiseando y haciéndose carantoñas, pero el grueso de la clientela estaba abajo.
Se oía el lejano retumbo discotequero, pero no lo suficiente para romper la ilusión de hallarse en una casa particular. En cuanto a los enamorados o a los individuos solitarios que encontraba a mi paso, podía catalogarlos como sus moradores.
Subí tres escalones y llegué a un cuarto de medianas proporciones donde había, al lado de una mesa baja, un sillón de asiento de anea en el que me acomodé.
Se estaba a gusto. El zumbido de la música no era molesto. No había nadie.
Apoyando el codo en el brazo del sillón y la mejilla en la mano, me dispuse a velar, a dejar que las horas transcurriesen plácidamente, como un río tranquilo.
No pensaba en nada concreto. El tiempo parecía haberse detenido en esa habitación encalada con reminiscencias de celda monacal. Me entregaba a vagas ensoñaciones cuando entró una mujer que rondaría los cincuenta años, metida en carnes, de aspecto cordial.
En cuanto me vio, esbozó una sonrisa y dijo: “Enseguida vuelvo”.
Me enderecé en el sillón y esperé su regreso. Apareció con una bandeja en la que había una taza de caldo humeante que depositó con cuidado en la mesa. “Le he puesto un poco de hierbabuena” comentó. Luego se fue dejándome de nuevo solo.
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¡Espero la tercera parte! Está muy bien escrito y se mete una en situación enseguida; me gusta mucho cómo describes el ambiente creando una atmósfera envolvente…
Un abrazo.
Gracias, Bárbara, por tu valoración. (y II) quiere decir que no hay tercera parte. El relato acaba aquí: con esa taza de caldo humeante aromatizado con hierbabuena que la mujer ofrece al joven.
Me alegro de que la atmósfera te haya envuelto generando la expectativa de una continuación. Un abrazo.
Lo supuse por el título… pero me supo a poco; hasta se podía oler ese caldo humeante con el toque perfumado de la hierbabuena.. y ya ves yo quería más.
Gracias por deleitarnos con tus escritos!
Un fuerte abrazo.
Me complace informarte que te he nominado para el premio Dardos:
http://lughlandrus.wordpress.com/2014/07/31/nominacion-al-premio-dardos/
Saludos.
Muchas gracias por esta nominación. Es una gentileza por tu parte. Saludos cordiales.
Cuando leía el relato me he acordado del bar de Torrecampo que tiene en su puerta un amplio círculo de cristal de colores. No se si has entrado, pero su interior, si no recuerdo mal, está dividido en habitaciones. Además está situado al lado de la iglesia. Me ha gustado mucho el relato, pero como la chica que ha comentado más arriba, también me he quedado con ganas de más.
No recuerdo ese bar (¿está junto a la iglesia o junto a una capilla o ermita situada a la salida del pueblo?). La discoteca del cuento es imaginaria. No soy consciente de la existencia de un referente real.
Me alegro de que te haya gustado el relato que está planteado con un final abierto. Quizá por eso tanto tú como Bárbara os habéis quedado con ganas de más. No hay desenlace, conclusión o resolución de ningún misterio. Sólo una taza de caldo que cada cual puede interpretar según su buen saber y entender. Una taza de caldo en una noche de calor como las que estamos teniendo ahora.