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Posts Tagged ‘grieta’

                                       VI
En el umbral de granito hay una inscripción ilegible. La madera de la puerta está carcomida. Por encima del dintel hay un ventanuco.
La pesada llave está fría. Tengo las manos húmedas cuando la introduzco en la cerradura y doy dos vueltas.
Entro y busco a tientas el interruptor. Al pasar los dedos por la pared noto la capa de polvo. Los caliches se desprenden con el roce. Es un pulsador antiguo, redondo, con una manilla que hay que girar.
El piso de tierra batida está desnivelado. Los gruesos muros están llenos de abultamientos y desconchones. Las tablas del techo y las vigas de madera forman un conjunto disparejo.
Enciendo la bombilla de la segunda habitación, que es más ancha que la primera.
La tercera, que es la mayor de todas, comunica con otra, a la izquierda. Ni una ni otra tienen luz.
Al cuarto interior se accede por un vano enmarcado. Me paro a la entrada. Poco a poco mis ojos se hacen a la oscuridad.
Formando un círculo, hay varias piedras empotradas en el suelo. Parecen rudimentarios asientos, pero no se tiene la impresión de que nadie los haya colocado allí.
Recorro la casa una y otra vez. Voy y vengo como si tuviera dolor de muelas, intranquilo, atento a cualquier ruido.
Así estuve un buen rato. Luego apagué la bombilla de la habitación de en medio pero, aun sabiendo que no debía hacerlo, mantuve encendida la otra.
En cuanto me senté en una de las piedras, que eran granulosas, perdí la noción del tiempo.
Un retumbo lejano, al que sucedieron otros, me sacó de mi enajenamiento. El piso retembló. Se oyó un trueno en las profundidades y la tierra convulsionó.
En el centro de la celda oracular empezó a abrirse una grieta de la que salía una intensa luz blanca.
Me puse en pie y me santigüé para conjurar mi espanto. Estaba tan nervioso que me embarullé. Ni siquiera podía articular la invocación a la Santísima Trinidad.
Mi torpeza no impidió que, mal que bien, hiciese la señal de la cruz sobre esa abertura cada vez más grande.
El cráter detuvo su crecimiento cuando alcanzó un metro de diámetro. Interrumpiendo mi manoteo, me dejé caer en el asiento.
El resplandor que surgía del interior de la tierra, iluminaba profusamente las paredes descascarilladas y el techo de tablas. El cuarto adquirió el aspecto ficticio de un escenario sobre el que se concentrara la luz de potentes focos.
El oráculo, que no se manifestaba siempre, y que jugaba malas pasadas, parecía dispuesto a darme una respuesta. En otras ocasiones, la boca expulsaba vapores fétidos que volvían irrespirable la atmósfera. El fulgor era rojizo. La temperatura subía velozmente convirtiendo la celda en un horno.
La claridad que surgía del pozo se eclipsó en parte, como si un objeto se hubiese interpuesto. Eso era lo que había ocurrido.
Lenta y majestuosa, ascendía una enorme cabeza que se detuvo cuando quedó a la altura de la mía.
La luz le arrancaba destellos de esmeralda. Era la cabeza de un hombre tallada en una gigantesca gema traslúcida.
Como si un impetuoso torrente de agua me hubiese inundado, me faltó el aire.
Contemplaba azorado la cabeza sin comprender su mensaje. Incapaz de descubrir su secreto, descorazonado, me cubrí la cara con las manos.
Cuando volví a mirarla, repenticé estos versos:

Del país de los muertos,
desde lo más profundo,
del color de la hierba,
surge el alma del mundo.

La cabeza osciló ligeramente e inició el descenso. El resplandor fue disminuyendo. A los pocos minutos la grieta se cerró.
 

 

Nota.-Puedes leer el relato completo en esta entrada:

Una consulta al oráculo (I)

 

 

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La sibila

Estaba sentada en el alto trípode ante el que se abría la grieta como una boca deforme.
Los emisarios de la ciudad le expusieron la razón de su visita que era, otra vez, la guerra. Querían saber si debían aliarse o no con sus vecinos frente a la potencia extranjera o pactar con ésta para evitar la invasión.
La sibila, en su alto sitial de marfil, los miraba ausente. Ya había respondido anteriormente a esa cuestión. Y ellos fingían no captar el sentido de las revelaciones del dios. Se comportaban como sordos. En cualquier caso ellos tenían la última palabra. Tan presuntuosos eran y en tanta estima tenían su corto entendimiento.
A éstos o a otros ya les dijo: “Vuestra burda naturaleza es semejante a la del corcho. Sois incapaces de profundizar e incapaces de elevaros. No sois ni peces ni aves. No domináis ni el agua ni el aire. Estáis a merced de las corrientes y de los vientos”. Pero cuando una desgracia se abatía sobre ellos, peregrinaban hasta la gruta esperando que la sibila cayese en trance y a través de ella se manifestase la divinidad.
Ciertamente sus gestos descomedidos, sus visajes, sus inauditas contorsiones les inspiraban terror. Y sobre todo su voz inmemorial.
La delegación de notables contemplaba a la mujer de tez morena y ojos azules, que tenía recogido el pelo con una cinta del mismo color. Parecía en la flor de la edad o, más bien, sin edad.
En la cueva había varios gatos que se paseaban indolentes o permanecían echados, estudiando la escena con suprema indiferencia.
Un sapo gordo con la piel reluciente, al lado de la sibila, se puso en pie y se hinchó de aire.
Habían hecho un largo viaje en busca de una respuesta a sus problemas políticos. Una respuesta concreta a problemas concretos de alianzas y traiciones.
El último tramo del camino estaba bordeado de margaritas. Formaban a ambas márgenes una alfombra blanca y dorada que ningún suplicante se atrevió a pisar.
De la grieta que comunicaba con las entrañas de la tierra, salían nubes de gases cuyo olor sulfuroso impregnaba el recinto.
Sentada en su trípode, la mujer permanecía en una actitud solemne y distante.
Sus cabellos no se encresparon ni se puso a jadear echando espuma por la boca. De su pecho no se escaparon horrendos rugidos. No retumbó la voz del dios.
Los vapores provocaron náuseas en los miembros de la delegación. La sibila respiraba pausadamente, como si la hendidura, en lugar de fétidas emanaciones, exhalase ráfagas de brisa primaveral.

 

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