Sin percatarte de ello, como pasa con algunos males que, al no presentar síntomas visibles, se van extendiendo impunemente por el organismo hasta que un día nos levantamos con mareos y náuseas, poniéndose en evidencia que algo no marcha, y cuando visitamos al médico lo primero que hace es reprocharnos nuestra dejadez, y, al hilo de sus palabras, empezamos a atar cabos, recordamos esa destemplanza que habíamos achacado a nuestra imaginación, y el médico diagnostica una dolencia en avanzado estado de desarrollo, lo cual nos coge tan de sorpresa que nos negamos a creer que sea verdad, pero nuestro cuerpo, tiránicamente, corrobora nuestros temores y su dictamen, así, sin percatarte de ello, se apoderó de ti la urgencia de irte.
Ya no podías soportar un minuto más la luz, el bullicio y, sobre todo, los comentarios de tu amiga.
De la misma forma que un enfermo no puede simular estar sano cuando el dolor le está contrayendo los músculos y un sudor frío baña sus miembros, y es en vano que trata de esbozar una sonrisa para tranquilizar a su familia porque el fuego abrasador instalado en sus entrañas le hace abrir la boca no para mostrarse animoso sino para pedir agua, un calmante, algo que lo alivie, algo que disminuya su sufrimiento, así tú no pudiste hacer más preguntas sobre temas que habían dejado de interesarte por completo.
Varias veces cambiaste de postura, como si de adelantar el pie derecho o el izquierdo, de cruzar los brazos o ladear la cabeza, de apoyarte en tu hermana o en tu tía, dependiera el dominio de ti misma.
Miraste a tu hermana en petición de ayuda. La pellizcaste a escondidas. Tu voz aguda se engoló y adquirió un timbre artificial. Incluso tu amiga empezó a notar algo raro.
Sólo quedaba por ver la cocina. Tu tía dijo que sí, que habían venido a verlo todo. Tu hermana, sin comprender tu actitud pueril pero observando que no estabas a gusto y deseabas marcharte, explicó que vuestra madre estaba achacosa, que ya era hora de volver porque se había quedado sola.
Y tu tía: “El nene ya tiene que estar en casa, ¿por qué tanta prisa?”. Y tu hermana: “Él igual llega tarde que temprano”. Y tu amiga: “Será un momento”. Y tu hermana: “Debemos irnos”. Y tu tía: “¡Qué rancias sois!”.
A pesar de las objeciones de tu hermana, tuviste que resignarte a hacer una incursión en la cocina alicatada de blanco que no desmerecía del resto de la vivienda. Agarrada a su brazo, ya no te separaste de ella hasta trasponer el umbral de tu casa.
La terquedad de tu tía fue la razón de la demora, con las ganas que tenías de sentir el aire frío de la noche en la cara.
Ella advirtió tu conducta anómala. En cuanto a vuestro entrelazamiento, la hizo sentirse excluida, como si ella fuera una extraña.
Ya sabes que capta los matices, las inflexiones de la voz, los detalles más nimios. Lo malo es que no para de dar vueltas al incidente en cuestión, incrustado en su mente como una garrapata. Lo malo es que no se calla, y en sus sucesivas y disparatadas interpretaciones tu hermana y tú no salís bien paradas.
Tendríais de qué lamentaros si no fuera por una circunstancia que juega a vuestro favor. Al ser vuestra familia un núcleo cerrado, un compartimento estanco, donde ni son posibles las injerencias ni está permitido airear los asuntos internos, tu tía, por más que le cueste, se cuidará de irse de la lengua. Y con eso contabais esa noche.
A través de vuestra madre, paño de lágrimas de cada una de vosotras, sabríais de las elucubraciones de vuestra tía y de su grado de afectación. Con eso también contabais.
Después de formular fervientes votos de felicidad conyugal, después de prometer que no faltaríais a su boda, os despedisteis de tu amiga y emprendisteis la retirada.
Tan pronto como franqueaste la puerta, tus músculos se distendieron. Tu tía marchaba a vuestro lado con las manos metidas en los bolsillos del abrigo.
Dijiste: “¡Qué frío!” “Mal momento ha elegido tu amiga para casarse” dijo tu hermana con retintín.
Estas fueron las únicas palabras que cruzasteis en todo el camino. Cortasteis por el callejón que te da miedo cuando vas sola. En su mitad, tu hermana y tú girasteis a la derecha. Tu tía siguió hasta la plazoleta en uno de cuyos ángulos se levanta su casa.
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