Mientras se lava las manos, recuerda su filosofía de antaño. Lleva dos horas en el banco. Dos horas de amplias sonrisas y palabras amables. Está acostumbrado. Tan imbuido está de su profesión que a veces esa personalidad ficticia suplanta la suya verdadera.
Para evitar tales desmanes, va al aseo, se enjabona las manos, se las restriega suavemente, piensa en sus cosas.Y pierde la noción del tiempo.
Es tan eficiente en su trabajo, puede interesarse tan seriamente en las banales conversaciones de sus compañeros que sus sueños se burlan de él.
Mientras juguetea con la espuma, evoca sus primeros días en el banco.
“Fue mi época heroica. Pero de una heroicidad al revés. Al entrar se bloqueaba mi imaginación. Todo era nuevo, brillante, niquelado. Hablaba con unos y con otros. Iba presuroso al despacho del director, como si fuera cuestión de vida o muerte. Como si el mundo reposase en mis hombros. Llegué a considerarme importante. A veces me faltaba el aire. Debía pararme y respirar hondo. Poco a poco me acostumbré a esta vida de sonrisas permanentes, de gestos estereotipados. Incluso el ficus que decora un ángulo de la sala, es una imitación de plástico que la mujer de la limpieza frota con una bayeta húmeda todos los días hasta dejarlo lustroso.
“Luego vinieron los paréntesis. Tímidamente me fui haciendo algunos huecos a lo largo de la jornada, poniendo cuidado en que nadie sospechase nada. Pero estos paréntesis no me satisfacen. Debo cambiarlos de continuo si no quiero ser descubierto. No me relajo lo suficiente. Al final hay que volver a la sala profusamente iluminada con un ficus artificial en una esquina”.
-o-
El bar se llama “La alegría”. Está a espaldas del banco. Mitad bar, mitad tienda de comestibles especializada en quesos y conservas, el mostrador está dividido en dos partes, aunque los clientes no respetan esta distribución y se acomodan donde les parece.
A las tres “La alegría” se llena de encorbatados burócratas que vienen a tomar el aperitivo antes de coger el coche o el autobús.
Antes Julio y sus compañeros han frecuentado otros bares. Por aburrimiento o por novelería acaban cambiando.
Mientras esperan a Margarita, que es cajera en un supermercado, intentan recordar los cinco últimos establecimientos de los que han sido asiduos. Se cansan pronto del recuento. En sus cabezas se mezclan el nombre de todos los bares de su vida: los del desayuno, los del aperitivo, los del barrio e incluso los de sus años de estudiantes.
Romualdo, un compañero, pregunta: “¿Por qué no llega?”. Josefina, otra cajera, responde: “Estará pintándose”. Julio dice: “Vamos acercándonos a La Alegría, ya nos alcanzará”. “No, que se enfada” replica Josefina, “ya sabes lo picajosa que es”.
“¿Qué vas a hacer este fin de semana?” pregunta Romualdo a Julio. “No sé. Nada de particular” “¿Por qué no venís a la casita que tenemos en el pueblo?”. Josefina, poniendo cara de ofendida, dice: “¿Y yo?” “¿Qué vas a hacer con dos matrimonios?” “Ya”.
“¿Venís?” insiste Romualdo. “Lo consultaré con mi mujer. Mañana te doy la respuesta”.
Por fin aparece Margarita debidamente maquillada. “¡Ya era hora!” exclama Josefina.
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