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Edu se detuvo ante el guardián que custodiaba la puerta del jardín. Tenía encasquetado un yelmo y vestía una cota de malla hasta los tobillos. Llevaba las manos enfundadas en guanteletes. Con la derecha enarbolaba una espada y con la izquierda sujetaba por el borde superior un escudo alargado.
El muchacho sangraba por el arañazo. Ni él ni el guardián hicieron alusión a ese percance. Transcurridos varios minutos se oyó una voz ronca y lejana. A través de las aberturas del sólido yelmo no se advertía más que negrura.
“¿Cuál es la búsqueda que nunca acaba?”. Edu, deduciendo la respuesta del discurso de Michael, dijo: “La del caballero”.
“¿Qué idea debe presidir su vida?” “La idea de servicio”.
“¿Cuál es tu misión inmediata?” “Encontrar a mi amigo Hemón”.
El guardián dejó el paso expedito.
-o-
Ante el Maestro de Caballería y sus compañeros, Edu contó que la visión del jardín lo encandiló. Estaba acostumbrado al verdor de la Isla. No esperaba esa explosión de blancura.
Cuando reaccionó, se dirigió a una rosaleda que resplandecía como el nácar y acarició los pétalos irisados para cerciorarse de que no eran un sueño.
Había largas varas de inmaculados gladiolos. Los claveles, las camelias y los crisantemos competían en albor.
Ante una cascada de níveas lilas que exhalaban una delicada fragancia, el muchacho perdió la noción del tiempo.
La bronca voz del vigilante lo sacó de su embeleso. De mala gana abandonó el «hortus conclusus» con parterres nevados de ásteres y pérgolas iluminadas por los racimos de glicinias.
Una vez acabado su relato, Michael lo mandó a la enfermería del castillo.
Allí, Seneyén, el Maestro Herbolario, le preguntó por qué no tenía puesta la camisa de lino. La herida del brazo no era un simple rasguño sino el surco de una uña puntiaguda con riesgo alto de infección.
Edu confesó que le habían robado las dos camisas. “¿Estás seguro?” replicó Seneyén frunciendo el ceño. El muchacho asintió.