La tasca estaba llena de clientes que hablaban a gritos y gesticulaban como actores de tercera categoría.
Había empezado a beber temprano. A la una me encontraba lo bastante ebrio para reír las gracias de Raimundo López.
El calor, el exceso de luz, el vocerío, el alcohol contribuían a que uno perdiera la cabeza.
Mis recuerdos son vagos. Cuando intento fijarlos, un tumulto de imágenes me bloquea la memoria.
Cuando intento reconstruir mi paseo en tiovivo, me sucede lo mismo. Mi abuelo me llevó a la feria que estuvimos recorriendo un rato.
Nos demoramos ante la noria, los autos de choque y el simpático tiovivo en el que mi abuelo me invitó a subir.
En cuanto aquel artilugio empezó a dar vueltas, mi alegría se trocó en malestar. Me agarré con fuerza al cuello de mi caballito y cerré los ojos. Más me hubiese valido no abrirlos de nuevo.
No era el tiovivo sino la feria entera la que giraba a mi alrededor. El resultado era una alucinante confusión de objetos y colores. En medio de ese caos una sola idea se perfilaba nítida: bajarme de la máquina. Y eso fue lo que hice a riesgo de sufrir un accidente.
Fragmentos de conversaciones, manoteo, ruido de sillas arrastradas, un vaso que cae al suelo y se hace añicos, muecas, risotadas y un deseo incontrolable de beber. Esto es lo que puedo decir del tiempo que pasé en la taberna del puerto.
Más tarde, dando tumbos, voy solo camino de la playa. Deben de ser las tres o las cuatro. Tengo miedo de coger una insolación. Mi mayor preocupación es encontrar una sombra. Pero la luz me encandila. No logro ver nada.
Me juro que esta será la última borrachera. Mis pies se hunden en la arena caliente. Cierro los ojos y avanzo a ciegas.
-o-
El calor había disminuido. La brisa marina refrescaba el ambiente. El estómago me ardía. Hubiese dado mi reino por un vaso de agua.
A pesar del martirio que suponía la sed, mi despertar fue seguido de un estado de beatitud.
No me moví. Miré a un lado y a otro pero no identifiqué el lugar donde me hallaba.
Estaba medio tendido en el suelo o medio recostado en la pared, en una postura incómoda que de momento no cambié.
Enfrente de mí había una casa con un jardincito y persianas verdes. Un lejano rumor de coches no alteraba la paz de ese rincón de Punta Umbría.
Me veo de nuevo paseando con mi abuelo, un mediodía de invierno, corriendo entre las encinas, observando el paso de las nubes y el vuelo de los pájaros.
Estoy sentado a la turca en un bloque de piedra caliza lleno de agujeros y caracolillos. Mi abuelo está abstraído. Tiene los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos.
Siento curiosidad por saber en qué piensa. No me decido a preguntárselo. Si lo hiciera, destruiría ese momento.
Lo contemplo intentando leer en sus rasgos. Permanezco así hasta que, sonriente, fija en mí sus ojos y dice: “Ya es hora de volver a casa”.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.