Dadas las circunstancias, pensaron en la conveniencia de que fuera a ver un psicólogo.
Jorge, como siempre, se las arregló para facilitar las cosas. También se encargó de escoger al especialista y de concertar la cita.
Tanta solicitud me hacía sentir incómodo. Por supuesto, iría a la consulta del psicólogo. No quería echar leña al fuego.
Lo que rechacé fue que alguien me acompañara. Les había asegurado que iría a ver a ese señor, que le contaría lo que hiciera falta, que no tenían por qué preocuparse.
Eran los primeros tiempos. Posteriormente su actitud evolucionaría hacia la indiferencia mezclada con la resignación. Incluso hacia una cierta tolerancia.
En el último momento mi madre se empeñó en venir conmigo. Pero eso no era lo que habíamos hablado.
Habíamos acordado que yo iría solo. No necesitaba ningún lazarillo que me guiase.
Jorge y mis padres dijeron que eso no era lo que ellos habían entendido.
Trataron de explicarse. Hilvanaron algunas frases que no llegué a oír porque me dio un ataque de risa.
Mi padre se tomó mi risa como un insulto. Es posible que mi reacción no viniese a cuento. Pero aquella farsa me resultaba tan cómica que no pude contenerme.
Mi madre estaba consternada. A sus ojos esa explosión de hilaridad era injustificada e irrespetuosa.
Al final propusieron una solución de compromiso: llamar a un taxi para que me llevase y me trajese de Sevilla.
Durante el viaje tuve que contenerme para no soltar nuevas carcajadas, de las que mi familia habría tenido puntual información a través de taxista.
In illo tempore (XIX)
agosto 26, 2011 por Antonio Pavón Leal
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