El cerco se iba estrechando. Estaba en el ojo del huracán, en ese lugar donde reina una calma chicha mientras un poco más allá el viento destecha las casas y abate los árboles.
A mis oídos apenas llegaban los chasquidos, los silbidos y los crujidos de ese concierto.
Si no fuera por el lejano susurro amenazador, habría podido olvidarme por completo de mi peligroso enclave.
“Debes estar alerta” me decía, “mantente en guardia”.
Mas por mucho que me alentaba, a renglón seguido me sorprendía pensando en cualquier cosa o sonriendo sin motivo.
“No tienes arreglo” me recriminaba.
En mis reproches evitaba emplear un tono demasiado severo que habría desencadenado un ataque de risa.
Mi círculo de paz, en el que permanecía indemne, menguaba, se desplazaba a capricho de aquí para allá. En uno de esos vaivenes podía ocurrir que yo fuera arrojado al exterior.
Pero antes el torbellino me pondría a girar como un planeta loco hasta vomitarme finalmente sobre los campos devastados.
A la velocidad que les imprimía el viento, veía dibujarse y borrarse la cara de Jorge o la de algún colega observándome, la de mi madre intentándome decir algo, la del profesor de música absorto en sus pensamientos, la de Alberto, la de mi padre…
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