Probaría una vez más. Era la última moneda que le quedaba. Aunque quisiera, ya no podría seguir jugando. De todas formas, ya se había quedado sin dinero para el bocadillo. Podía pedir prestado, pero desechó esa idea, pues no tenía suficiente confianza con sus compañeros de clase, y con su paisano no quería negocios.
Introdujo el duro en la ranura y la máquina, a juzgar por la musiquilla que emitió, se puso la mar de contenta. Apareció automáticamente la primera bola que, tras coger y soltar el muelle, salió disparada por el canal. El juego empezaba.
Con el dedo índice sobre los botones que accionaban los flippers, observó la entrada de la bola en el tablero inclinado para prever su recorrido. Fruto de su experiencia, tenía buen ojo clínico. Había tres o cuatro itinerarios posibles, si cogía el peor la bola se iría de rositas.
Tuvo suerte relativamente porque la condenada tampoco optó por el mejor camino, sino por uno intermedio con agujeros de donde era expulsada en diversas direcciones.
Estaba tan absorbido en las idas y venidas de las bolas por el tablero que no se dio cuenta de que sus compañeros se habían ido, el cicatero que estudiaba en el mismo instituto que él, y los que iban a otros centros.
Se había quedado solo en el bar, ante la máquina que no sabía siquiera cómo se llamaba exactamente.
Tampoco se percató de las miradas críticas que le lanzaba el dueño del establecimiento.
Resultaba que la puntuación obtenida era cada vez más alta y él ganaba partidas gratis una tras otra. Estaba en vena. En su vida había tenido tanta suerte. No iba a abandonar ahora y dejar que otro disfrutase de su buena racha. O que nadie se beneficiase de ella.
Las bolas chocaban contra los obstáculos hechizando al jugador, que no pestañeaba. Le encantaba el ruido metálico que hacían cuando eran golpeados. Había clavos, arcos, estrechos pasillos oblicuos y esas especies de setas luminosas y cantarinas que eran las que proporcionaban los puntos, y contra las que lanzaba las bolas con toda la fuerza de los flippers.
A veces la bola se volvía loca y en lugar de bajar por el plano inclinado, se ponía a rebotar en las gomas y las setas haciendo que el marcador ascendiera velozmente. No estaba claro si era la máquina o el jugador quien había perdido la cabeza.
En cualquier caso, él experimentaba la misma excitación. Tenía motivos para creerse un as de los billares electrónicos. Los resultados obtenidos, las partidas ganadas lo acreditaban.
El muchacho no era consciente de su estado de nervios. Pulsaba los botones con rabia, lanzaba la nueva bola con un golpe fuerte de la palma de la mano, profería exclamaciones de júbilo o de decepción. Estaba ajeno al mundo que le rodeaba.
Para jugar las partidas acumuladas habría necesitado toda la mañana. La primera hora de clase ya había pasado, la segunda corría. A lo sumo podía incorporarse en el recreo. Pero este pensamiento se disolvió sin dejar rastro. Había decidido hacer novillos. Hoy era su día de suerte. Cuándo se vería en otra.
Pero en esto la maquina dejó de funcionar, sus luces se apagaron, sus dispositivos enmudecieron. La bola en juego, chocando aquí y allá, descendió hasta ser engullida por la abertura situada en la base sin que él pudiera impedirlo.
Se dio media vuelta y vio al dueño del bar y a otros parroquianos que lo estaban observando. Al principio no comprendió lo que ocurría. Fue necesario que, en un tono desabrido, el dueño le dijera: “¿No te parece que ya está bien?”.
El muchacho no se atrevió a replicar nada. Cogió sus libros que había dejado en una silla cercana, y se fue.
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Mmmm, qué buena metáfora para el amor por encontrar. Me estoy flippereando. 😉
Pues, me gustan mucho estos últimos escritos. No sé si son nuevos o los tenías guardado hace años en un cajón -como las millones de facturas empresariales de las administraciones públicas, jajaja- y recién los estás sacando ahora…
Todo lo que estoy sacando últimamente (“Camino del trabajo”, artículos literarios, cuentos) es material reciente. Hoy voy a publicar un poema que escribí hace años, cuando vivía en Aracena. Por lo general entremezclo mi producción actual y la más antigua, la que tengo archivada en carpetas y guardada en algún cajón. Si no fuera así, no podría mantener el ritmo de publicación, pues tengo mis obligaciones (laborales y otras) y, aunque es verdad que no veo la televisión, el tiempo no me sobra. Y escribir, corregir, revisar, consultar absorbe bastante.
¡Ja!, yo tampoco veo la televisión, si no, no podría dibujar. Dedico mucho tiempo a cada post, como tú, pero eso es lo que me gusta, sentir que sale lo mejor de mi ‘al aire’ (obviamente limitado por las circunstancias del momento y mis capacidades). Pues, ¡qué bien, Antonio, que estás sacando todo tu trabajo archivado tambien! Lo nuevo me ha parecido muy nítido, disfruto de leerlo, cada palabra en su sitio. Feliz domingo.
Todo lo que vale la pena es el resultado de un proceso, de una elaboración (no cae del cielo, al menos según mi experiencia, y que conste que yo creo en la inspiración). Al trabajo artístico, como a cualquier otro, hay que dedicarle tiempo y energía. Y poner en él no sólo el talento de que uno disponga, sino el alma si queremos que la criatura tenga vida y no sea un autómata o un relamido bibelot.
Tus pinturas, siempre animadas por una nota poética y una mirada comprensiva y afectuosa, de las que el sentido del humor casi nunca está ausente, son el fruto de las condiciones antedichas.
Como ese trabajo supone sin duda un desgaste, en ocasiones, cuando algo se tuerce, me pregunto por qué me meto en ese berenjenal, que es la pregunta más estúpida que puedo hacerme.
Estoy seguro de que tus acuarelas en vivo ganarán mucho más. No es lo mismo una reproducción que el original. Con las letras no ocurre eso. Da igual que el soporte sea el papel o la pantalla de un ordenador. El texto es el mismo. Gracias por tus alentadoras palabras. Un abrazo.
Gracias Antonio, siempre me encanta leerte, tambien tus comentarios. «Como ese trabajo supone sin duda un desgaste, en ocasiones, cuando algo se tuerce, me pregunto por qué me meto en ese berenjenal, que es la pregunta más estúpida que puedo hacerme.» Creo que te entiendo perfectamente. Pues, en mi caso, tengo días en que quiero borrar todo el blog y a penas me controlo. 🙂 Me rio de mi propia desesperación.
De hecho, creo que has eliminado algunas entradas. La desesperación hay que controlarla, tanto en la vida como en el arte. Dar un puntapié y mandarlo todo a hacer gárgaras es, a veces, una tentación a la que hay que oponer una voluntad fuerte para no sucumbir. Hay una máxima latina que dice: “Nec spe, nec metu”. Traducida libremente en español significa: “Ni demasiada esperanza, ni demasiada desesperación” (literalmente: “Ni esperanza ni miedo”). No es juicioso tirar el trabajo por la borda en un momento de contrariedad. Porque ese momento de ofuscación pasa, como todos los momentos. Confieso que alguna vez, arrastrado por un demonio, he quemado lo que tenía escrito. Más tarde me he arrepentido porque había composiciones que no se merecían ese destino.
Ahora estoy pasando por un periodo de cuestionamiento literario respecto a un trabajo concreto que me parece caótico, deslavazado y con escaso valor. “¿No harías mejor en dejar eso y salir a dar un paseo, con el día tan bueno que hace? Ni tú mismo sabes por qué te obstinas en escribir una cosa que no tiene ni pies ni cabeza. Déjalo y vete a tomar el sol” me dice una vocecita saboteadora a la que respondo: “Si te hiciera caso, no daba golpe. En lugar de fastidiarme con tus monsergas, me podías ayudar a salir de este atolladero”.
Gracias Antonio. ‘Nec spe, nec metu’. Recordaré estas palabras tuyas cuando entro en estado de despesperación. 🙂 Yo no lo siento exactamente durante el proceso de creación sino, curiosamente, después, ‘the morning after’. 😛
A menudo ya no me gusta para nada (lo cual tambien tiene el lado positivo que siempre sigo busando mejorar mis dibujos) y luego poco a poco empiezo a aceptar que ‘eso es lo que hay’, que di todo lo que tenía ( lo que tu tambien haces porque se nota). Un abrazo, y gracias por tus palabras y sentido.
Sí, es verdad, Rosa. Pongo siempre toda la carne en el asador. No me guardo ningún as en la manga. Doy lo que tengo o, como tú dices, «eso es lo que hay». Después viene la frustración o el coraje, pero también la satisfacción de decir: lo di todo. Y también este compromiso: la próxima vez será mejor. Todo eso me lo llevo diciendo mucho tiempo y, como no pierdo la ilusión de mejorar, aquí sigo, al pie del tintero. Un abrazo.