I
Había ido a hacer mi visita periódica, a recordar a amigos y parientes que ya están del otro lado, a dedicarles un pensamiento. Es algo que suelo hacer cuando llega noviembre.
Es un paseo reconfortante, tranquilo, por esas silenciosas calles en las que la mirada va de un sitio para otro, sin prisa, inmersa en un proceso de purificación que alcanza su mayor intensidad cuando se eleva de las hileras de nichos al inmaculado cielo, cuyo esplendente azul aspira las banalidades e insufla compasión y esperanza en el pecho.
En esa predisposición íntima, en esa apertura hacia lo absoluto, hacia ese más allá donde se encuentran los que me rodean, camino por la avenida principal, me interno cada vez más, deambulo entre las tumbas.
No se trata de una debilidad sentimental o de un rito mecánico. En todo caso, podría calificarse de una experiencia filosófica, de una ratificación de la precaria condición humana. Antes decía que iba a recordar amigos y parientes, pero sería más exacto afirmar que voy para recordarme algunas verdades básicas, para refrescar la voluble memoria, para depurar la mirada.
Ese día mi actitud interna se podría resumir en un verso. Con cierta frecuencia me ocurre que una línea poética encierra en sus pocas palabras mi estado anímico mejor que el más largo y elaborado de los discursos.
Ese día me repetía: “Mi caballo se ha cansado”.
En ese día, tan claro y luminoso, no podía dejar de pensar que la muerte no existe. Es cierto que los ciclos tienen un fin. Todo empieza y todo acaba. Es la ley sublunar. Pero la muerte es sólo una puerta. Eso era lo que sentía cuando contemplaba los cipreses apuntando derechos a la eternidad.
Me detenía y leía una inscripción. Algunas datan del siglo diecinueve y son tan escuetas y contundentes como un puñetazo en la boca del estómago. Una dice:
“Peregrino Sánchez Vázquez
Falleció el 3 de mayo de 1899
a la edad de 21 años.
-o-
Su padre y hermanos
le dedican este recuerdo
y ruegan a Dios por su eterno descanso”.
Peregrino murió bien joven. Iba pensando en esto y en el tiempo que hace que partió (ciento quince años), en que era seguro que los que mandaron grabar esa lápida de mármol, su padre y hermanos, estaban también haciéndole compañía.
En fin, iba distraído y apenas percibí la silueta de una persona a mi izquierda. No presté atención y proseguí mi paseo. Fue una visión fugaz a la que no concedí importancia. Podía ser una mujer o un hombre que estaba inclinado sobre una sepultura, limpiándola o recomponiendo las flores.
Seguí andando y me olvidé de esa persona que cumplía un deber familiar, o a la que la aflicción encorvaba la espalda. Probablemente ambas cosas. Pasé al segundo patio. Cuando volví al primero lo único que tenía en la cabeza era el verso de marras y dos más, el principio del poema que Fernando Villalón dedicó a los garrochistas: “Mi caballo se ha cansado / Él no les teme a los toros / Ni a los jinetes de acero”.
En mi mente caracoleaba un alazán claro. Fue entonces cuando alguien, sobresaltándome, me dirigió la palabra.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
¡Qué bien que presiento un ‘Benito II’…! Me gusta esta atmosférica y filosófica primera parte, con la presencia de la muerte como un hecho natural o, quizás mejor, como una maestra sabia para los vivos.
Mañana el desenlace. Este cuento recrea un hecho real. Me he tomado algunas licencias literarias pero pocas. En verdad más que narrar un episodio mínimo, aunque no sin importancia, el objetivo es generar una “atmósfera” en la que se resuelven las contradicciones, y que propicia la emergencia de antiguos sentimientos, afortunadamente vivos.
Qué bien escrito, parece como si lo estuviera viviendo.
Qué apacible y qué serenidad en el ambiente. A la vez que crea expectación.
Me ha gustado mucho.
Gracias. Apacible y sereno son dos adjetivos que convienen al espíritu que planea sobre este relato.
Wishing you happy thanksgiving.
Happy Thanksgiving Day.
Ansiando el cierre de este nuevo relato tuyo, querido Antonio. Esa sombra, esa sombra en tan peculiar ambiente…
Te dejo entretanto un grande y fraternal abrazo, amigo.
Querido Antonio, vengo del desenlace y lo he vuelto a releer seguido… . Y me he sentido inmersa en esa atmósfera pacifica de los que ya no están, y me he visto paseando por esas calles resumen de muchas vidas; Me has hecho sentir, revivir el “panta rei”, todo fluye… la vida.. la muerte.
Muchísimas gracias por este bellísimo relato.
Un gran abrazo.
¡Qué certera tu definición de cementerio como un conjunto de calles que son el resumen de muchas vidas! En tu comentario has condensado la esencia de este relato, esa poderosa corriente que nos lleva a todos. El tema del flujo universal, del cambio perpetuo, tendrá mañana una respuesta en una anotación que publicaré sobre la permanencia. Esta reflexión surgió leyendo un artículo del ilustre escritor y bloguero Lino Althaner (“Todo el oro del mundo”).
Gracias a ti, Bárbara, por tu sensibilidad y tu generosidad. Un abrazo.
Gracias a ti, estimado Antonio! Un buen relato es un regalo impagable.
El blog de Lino Altaner es otra joya…
Un abrazo.