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El aula era pequeña y estaba acristalada. Tenía una magnífica vista a la plaza Marqués de Figueroa. El número de alumnos era reducido. Los conocía del curso anterior. No eran la flor y nata del instituto.
Cuando me senté, la sala tan luminosa y poco poblada, me pareció más grande. Contemplé a Rafaela Astorga. Esperaba haberme librado de ella este año. Ladeada en la silla, con una lánguida mano encima de la mesa, parecía derrengada. Probablemente no había traído ni cuadernos ni bolígrafos. Bien empezábamos.
Llamaron a la puerta que se abrió de inmediato. Quienquiera que fuese no esperó mi permiso. Varios alumnos pasaron y se sentaron haciendo más ruido del necesario.
Saqué mi material de la cartera y me dispuse a pasar lista. Quería comprobar si estaban todos.
Pero antes de pronunciar el primer nombre la puerta se abrió de nuevo y entró más gente. No sólo alumnos sino vecinos del pueblo entre los que había algunos conocidos.
A medida que unos se acomodaban, otros llegaban, agrandándose el aula para que cupieran.
Si no hubiese sido por mi desazón, me habría mondado de risa.
Entre los presentes se hallaban algunas autoridades, incluidos el alcalde y su mujer. También estaba mi suegro y sus compañeros de dominó.
Aquello no era una clase sino un mitin y yo no estaba sobre la tarima, sentado a la mesa del profesor, sino en una tribuna que habían montado en la plaza Marqués de Figueroa.
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Quiera que no, me sentí en la obligación de dirigir la palabra a los congregados. Mi discurso fue breve.
“Como ustedes comprenderán, no puedo dar clase en estas condiciones. En este espacio abierto se pierde la voz. Tendría que hacer un esfuerzo sobrehumano para hacerme oír. Ni siquiera voy a intentarlo. De hecho, me está costando tanto trabajo hablar que ya me está picando la garganta. Lo que voy a hacer es ir a ver al jefe de estudios y pedirle que me aclare este asunto”.
Todos permanecieron inmóviles y silenciosos. ¿Qué estaban esperando? ¿Querían que les soltase un rollo, que los distrajese?
Ostensiblemente cogí mis papeles y mi bolígrafo, y los guardé en la cartera. Miré una última vez a esos pasmarotes y bajé de la tribuna.
Desde la clase acristalada los contemplé de nuevo. Allí seguían como estatuas de sal. Me entraron ganas de abrir la ventana y gritarles: “¡Es a mí a quien tienen que dar explicaciones!”.

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Quizá no entendí pero, ¿era todo un sueño? ¿O qué fue lo que pasó?
El cuento da en su segunda mitad un giro surrealista. Hay situaciones que son difíciles de resolver «racionalmente», o que desbordan los planteamientos convencionales. El relato empieza en clave realista, la conclusión queda en manos del lector. Un referente de este trabajito literario lo constituyen algunas películas de Buñuel. También Kafka tiene relatos donde confluyen los sueños y las alucinaciones. El azorado profesor no es Gregor Samsa, pero guarda con él un aire de familia. Saludos cordiales.
Me ha desconcertado el cambio, ahora que me dices de qué va el cuento. Yo casi podría jurar que iba más hacia una nausea existencial – conservando el tono, ritmo realista -, pero viéndolo así, el cambio le sienta bien. Saludos cordiales.
La náusea existencial es una interpretación que se ajusta al contenido del cuento. El profesor la sufre literalmente. No sólo vomita lo que ha comido sino la hiel de unas circunstancias que lo ponen entre la espada y la pared. Buenas noches (en España).
Por eso he hecho la aclaración de «conservando el tono, ritmo realista». Si llega ahí, pero no del modo en que creí que lo haría. Noches, entonces 😀
Lo absurdo también forma parte de nuestra vida… a veces creo que mucho más de lo que nos percatamos. «La indisposición» juega con ello y nos regala un relato tan bien representas lo que nuestros miedos y nuestras inseguridades pueden producirnos. ¿Acaso no pocos de ellos son irracionales y nos llevan a la reacción absurda?
La racionalidad no siempre nos puede dar las respuestas para todo y el entercarse con cuadrarlo todo dentro de ella, creo que nos lleva una vez más a lo absurdo.
Como siempre, tus líneas me llevan a divagar.
Espléndido texto, Antonio. Buenas noches desde este lado del Atlántico; buen amanecer desde el otro.
Tengo en mucha estima tus divagaciones, que suelen ser el punto de partida de las mías. Divagar es dejarse arrastrar por los pensamientos y ver adónde nos llevan, como cuando uno pasea sin rumbo, por el gusto de estirar las piernas.
Este cuento forma parte del libro «Una apariencia de normalidad», cuyo título ya indica que se trata de narraciones en las que la normalidad es reducida a un campo en el que irrumpen lo absurdo, lo onírico, lo surreal, lo alucinatorio…,los asaltos de ese otro mundo que solemos relegar a un segundo plano o directamente al desván. El mundo de las pulsiones, de las pesadillas, de las flagrantes contradicciones que cuestionan al otro, al oficial, al normal, al aparencial.
Este es un tema que siempre me ha atraído o, para ser más exacto, que siempre me ha atrapado. Lo abordo en estos cuentos y también en «Bestiario. En estos poemas alienta ese mismo empeño de adentrarme en ese no submundo sino contramundo que nos conforma tanto o más que el cotidiano, ése en que nos mostramos como probos ciudadanos.
Puesto que me pierdo con los husos horarios, mejor que darte los buenos días o las buenas noches, te voy a desear un agradable fin de semana.
Pues es cuentario pinta para muy interesante, mi querido amigo. Es fenomenal como juegas con este tema de lo «anormal». Los resultados son harto atractivos.
Feliz fin de semana para ti también, Antonio, y continuemos divagando a la par.