Sin más tardanza, dimos media vuelta y regresamos a mi habitación. Mi madre me había atado las botas con tantas ganas que ahora no podía desanudarme los cordones. Por fin, con un suspiro de alivio, logró quitarme la primera bota. Como estaba de mal humor, no se agachó para dejarla en el suelo sino que la soltó.
En Las Hilandarias los niños calzaban botas con tachuelas o remaches de hierro en la punta de las suelas. Se podría afirmar que herraban a la infancia.
El efecto al andar era chusco. Resbalábamos fácilmente en el adoquinado o en el cemento de las aceras. Salvo la tierra, cualquier superficie pulida era un peligro. Esta circunstancia nos obligaba a ser conscientes de cada uno de nuestros movimientos.
Luego, lo quisieras o no, el choque de los refuerzos contra el pavimento producía un ruido metálico semejante al de las caballerías. Un martilleo que delataba nuestra presencia.
Mi madre, siempre tan cuidadosa, como estaba irritada, olvidó ese detalle y la bota rechinó en el enlosado. Ese sonido le daba dentera. Su corajina aumentó responsabilizando del percance a la lazada que ella misma había hecho.
Ese tintineo puso punto final a mi breve escapada y a la difteria, de la que estaba convaleciente.
La enfermedad empezó como una faringitis. Y ese fue el primer diagnóstico, al que el médico quitó importancia. Pero mi situación se complicó pronto con fiebres altas y las primeras dificultades respiratorias.
Me contaron que estuve en un tris de morir asfixiado. En las crisis de ahogo me arqueaba y retorcía para tragar un sorbo de aire. Extraños silbidos salían de mi pecho. Tenía los labios resecos y agrietados. Y estaba escuálido.
A través del vaho de los cristales eran visibles los hilos de agua, ninguno de los cuales descendía en línea recta. En conjunto, formaban complicados arabescos, extrañas runas que se renovaban sin descanso.
Dada mi situación de inmovilidad, me distraía tratando de desentrañar el arcano lenguaje de la lluvia.
Me sobresalté cuando un tallo largo y delgado golpeó el parabrisas. Supuse que cerca había una zarza. Pero no corría viento. Lo que quiera que fuese se retiró. Me convencí de que ese latigazo había sido fruto de mi imaginación.
Al poco tiempo, doblemente paralizado por el accidente y por la angustia, observé que hacia el coche avanzaba una maraña de ramas finas y flexibles, como si una zarza gigantesca pretendiera envolverlo.
Empapado en sudor, con el corazón desbocado, me percaté de que ese avieso arbusto quería camuflar al Mercedes para impedir que fuera descubierto y yo pudiera ser rescatado.
Los vástagos sin hojas ni espinas se acercaban desde todas partes. Pero tan pronto como llegaron, empezaron a retroceder, limitándose a rozar la carrocería, a fustigarla apenas.
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El recuerdo de la infancia ingrato se mezcla con la experiencia amarga del accidente, el cual empieza a generar pánico en el personaje, bien por las sensaciones que está experimentando, bien por las circunstancias reales o magnificadas en que se encuentra.
El vínculo entre ambas: la muerte, la posibilidad de morir, algo que siempre atemoriza a muchos, por razones demasiado sobadas ya.
Es entrañable la manera como desarrollas los recuerdos del personaje, pues recreas en tu estilo la forma como rememoramos experiencias pasadas, sobre todo las de la infancia. Logras narrar alargando con corrección la angustia que vive el personaje en su accidente, de tal modo que haces que tus lectores vivamos casi en tiempo real esa agonía psicologica y emocional.
«El camino de regreso» es una emulación interesante de la Odisea, de la vivencia que Odiseo hubo de tener para regresar al hogar. Tu personaje lo ha experimentado desde el inicio de esta gran relato.
Cada entrega nos regalas lección tras lección del correcto y buen arte del crear literatura, Gracias, maestro.
Amén de desearte una semana próspera, te mando un grande abrazobeso con toda mi admiración y mi cariño fraterno, querido «Homero».
Es una situación que, salvo que se tengan nervios de acero, y ni siquiera en ese caso, tarde o temprano genera angustia. Es una situación que puede desembocar fácilmente en un ataque de pánico o convocar la aparición de fantasmas.
Pero esa es la parte negativa. Es entonces, enfrentado a tu propia destrucción o aniquilación, a tu total abandono, cuando van a surgir también las imágenes luminosas, las respuestas impensadas.
De todas formas nada es seguro. Supongo que tú dirías que todos estamos sometidos al principio de incertidumbre, que es el que rige los negocios humanos. La incertidumbre o la providencia, ¿quién sabe cuál de las dos nos marca el camino?
Jonás ha sufrido un accidente que lo ha inmovilizado, que a lo mejor le ha provocado una fractura de columna. Eso son palabras mayores. Él reflexiona o divaga sobre la muerte que es a lo que se enfrenta. Sobre la muerte y sobre la vida que son la cara y la cruz de la misma moneda, aunque en nuestra sociedad se trate de disociarlas por todos los medios.
Jonás regresa a su origen. Los recuerdos afloran, no sólo los infantiles. Ahí lo tenemos en el fondo de un barranco, como a su homónimo en el estómago de una ballena, sin poder valerse por sí mismo. Ese desvalimiento es una agonía tal vez necesaria, una agonía que nadie va a vivir voluntariamente.
Gracias a ti, Ernesto. Este Homero de andar por casa te desea lo mismo. Un abrazo.
Y mira que no creo que haya nervios tan de acero que logren sobrellevar impasibles una experiencia tal. Bien amplías con tu comentario la intención de tu fragmento: se trata de la reflexión (involuntaria, inmediata) de la razón de existir, precisamente por estar en el filo hacia el trascender.
Tu metáfora Jonás, que manejaste desde el preámbulo del accidente, es inmejorable pues representa a la perfección todo lo que estás expresando en toda esta sección de «El camino de regreso».
De repente pienso: ¿será acaso ese camino de regreso la vuelta al origen, al núcleo de donde todo procede y a donde todo vuelve, al final? No lo desveles, Antonio, y que sea tu escritura la que lo responda.
Poeta, te abrazobeso siempre con mi admiracion y con mi gran cariño fraterno.
Sí, querido Ernesto, dejemos que el relato siga su curso sin desvelar detalles y todavía menos el desenlace (el camino hay que recorrerlo). Ya tendremos tiempo de intercambiar pareceres y valoraciones. Como la reflexión expuesta en el último párrafo en forma de pregunta. Un abrazo.
¡Qué hermoso! Sé que después del inteligente comentario de Ernesto es un pequeño tributo, pero he sentido la Belleza leyéndote. ¡Gracias por compartir!
Soy yo quien te da las gracias por tu amabilidad al visitar El Bosque Silencioso y por ese tributo a la Belleza del que está tan falto nuestro mundo. Un abrazo.
He oído el tin-tin…neo, magnífico texto, muy próximo a Francisco Ayala. El tintineo de Arvo Part. ¡Emocionante y hermosa historia!
El tintineo del Sueño de Ángel. Que tengas una agradable velada y un descanso reparador.