Escuché una risita a mis espaldas. Rápido como un rayo, volví la cabeza y, en mitad del asiento trasero, vi a un niño de siete años que me sostuvo la mirada de desconcierto.
La intensa luminosidad, que convertía el interior del coche en un plató infernal, no lograba borrar la divertida expresión del pequeño.
Su presencia era un desafío a esa blancura corrosiva que nos amortajaba. Su carencia de miedo hizo que reviviera en mí la esperanza.
Vestía pantalones cortos y un jersey de pico. Los calcetines le cubrían las pantorrillas. Tenía desabrochado el botón superior de la camisa. Sonrió y me mostró una corbata con elástico. “Me la he quitado. Me apretaba” explicó.
Luego me comunicó que, si yo lo deseaba, podía ayudarme. No salía de mi asombro.
“Esta luz te molesta, ¿verdad? Es muy desagradable. En lugar de alumbrar deslumbra”. Repentinamente serio, añadió: “Es una luz que se lo come todo”.
“Te asusta, ¿verdad?” No respondí nada. Una nueva oleada de angustia absorbió mis escasas fuerzas. El deseo de franquear ese límite tras el cual cesa el sufrimiento, se hizo imperioso.
Mi supuesto salvador no se desanimó por mi silencio. Su serena voz infantil se oyó de nuevo: “¿Quieres que lo intente? Es fácil. Mira cómo se hace”.
A pesar de mi extenuación, giré la cabeza y observé al chiquillo. “Puedo hacerlo. Es fácil” “Eso ya lo has dicho”.
El niño levantó el brazo derecho con la mano extendida. Su rostro adquirió un aire severo. Su mirada se fijó en un punto indeterminado. Me dio la impresión de que había caído en trance.
A continuación empezó a mover lentamente la mano extendida. Al principio no me percaté de nada. Al cabo de pocos minutos era evidente que la intensidad lumínica había disminuido. En cuanto el resplandor perdió su virulencia, el interior del coche recuperó su aspecto habitual.
El chiquillo siguió balanceando la mano. Con ese ligero gesto estaba haciendo retroceder a la luz. Pero esta retirada se interrumpió de pronto.
Comprobé que mi pequeño mago había dejado caer el brazo. “¿Te has cansado?”. Sus rasgos se habían distendido. Su aspecto era normal. No parecía dar importancia a la proeza que acababa de realizar.
“Así está bien” respondió, “ahora voy a hacer otra cosa”.
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Como siempre, magníficamente detallado.
Esta entrega ha sido hermosa y colmada de toda esa mística que tiene la otra dimensión a la que habremos de trascender todos. No deseo ahondar más en mi entendimiento de la parte 28 de tu «novella», querido amigo, porque debe leerse, aprehenderse, pensarse y sentirse.
La belleza y elegancia de tu estilo y lo espiritual de la anécdota, van transformando «El camino de regreso». Al momento, has transitado por diversas facetas de la vida y, quizá la muerte, del ser humano. Sólo quiero agregar, para no guiar a tus lectores y dejar que ellos hagan su labor, que «El camino de regreso» es como un prisma, no por la refracción de la luz, sino por sus varias caras.
Maestro mío, tu generosidad nos regala una interesante e iluminadora lección de contenido, forma y arte creativo.
Sabes que no sólo te quiero, frater, sino que te admiro mucho, bardo (porque el trovador que eres siempre subyace tanto en las imágenes que capturas como en la narrativa que escribes).
Abrazobeso muy grande y apretado y que este semana que inicia te sea luminosa y con calidez.
Jonás bordea el límite. A partir de aquí el relato entra también en otra dimensión. O es susceptible de dos lecturas, sólo que esta vez la que ocupa el primer término es la interior. No hay ninguna abolición de la realidad externa, pero queda supeditada a la vivencia subjetiva del personaje, de ahí las posibles rarezas.
La presencia de un niño de siete años va a impedir el abandono total y va a restablecer, aunque sólo sea parcialmente, la esperanza.
En efecto, no se trata a partir de ahora (ni antes ni nunca) de una aprehensión meramente intelectual. Esa comprensión tiene que ser más amplia y profunda, tiene que englobar al ser humano en su conjunto. El hombre no es sólo cabeza. Jung habla de cuaternidad.
Ya te he hablado de mi interés por el tema de la metanoia (la posibilidad de un cambio cualitativo) y el de la redención o salvación, si esa conversión falla.
¿Puede el ser humano volverse otro mejor por sí mismo o necesita una ayuda sobrenatural (la gracia)?
A Jonás lo ayudan a salir de ese hoyo. Él, por sus propias fuerzas, no podría. El primero que acude es un niño con el suficiente poder para hacer retroceder a esa blancura leprosa.
Te agradezco mucho tus anotaciones sobre un aspecto u otro del relato. Esas luces benévolas dotan de relieve y significación a personajes e incidentes. Otros lectores pueden beneficiarse de ellas y, en lo que a mí se refiere, las considero un honor. Un abrazo.
Estoy convencido de que es extremadamente difícil, si no es que imposible, el que uno solo logre salvar los momentos más críticos que nos toca solventar en nuestras vidas. La ayuda puede ser natural o sobrenatural, pero es indispensable para poder seguir adelante. El resultado debe ser metanóico, para que la experiencia sea producente, por lo que sobra decir que comparto por completo tu perspectiva.
Sin duda, el niño de 7 años es un auxilio especial por todo lo que representa la infancia y lo que implican los 7 años de edad (ese momento en que se ha de pasar del mundo objetivo y fantasioso, al racional y argumentativo) y por el sentido que ancestralmente se le ha dado a tal número.
Pienso que la realidad es mucho más amplia de lo que normalmente suponemos, su parte externa coexiste simultáneamente con la interna, la natural con la sobrenatural; dos caras de una misma moneda; y es el género humano quien por razones culturales, ideológicas, ha disasociado ambos lados, cargando todo el peso de verdad hacia la realidad tangible, empobreciendo, sin duda, el concepto y la experiencia de vivenciarlo.
He disfrutado mucho tu respuesta a mi comentario sobre esta entrega de tu relato, pues enriqueces la lectura y, en lo personal, me aportas mucho más allá del mero análisis de tu texto.
Gracias por tu generosidad, Antonio querido.
Te abrazobeso con grande cariño fraterno y siempre con mi admiración sincera, magister meus.
El ser humano adolece de una debilidad esencial que aflora a cada momento, no sólo en las situaciones críticas. Una debilidad constitutiva.
No somos superhombres por mucho que esa idea haya tentado y tiente a intelectuales y a otros que no lo son.
Lo subjetivo (y lo que conlleva: imaginación, fantasía, intuición, espontaneidad…) no queda atrás (¡ay, si es obliterado!) sino que convive con lo objetivo (y lo que conlleva: racionalidad, imparcialidad, equidad…). Si damos un paso más y hacemos la síntesis de esas dos visiones, lograremos otra más amplia e integradora. Lograremos trascender nuestra condición no para convertirnos en titanes sino para humanizarnos completamente, lo cual, para mí, implica una apertura a la divinidad.
En definitiva, estoy diciendo lo mismo que tú has desarrollado en este sustancioso comentario donde tu inteligencia y tu sensibilidad se han aliado para calar hondo. Un abrazo.
Abrazobeso enorme para ti y gracias, cher Antonio.
Hermoso me encantó… a medida que leía me transportaba…
Saludos.
Gracias, Marta. Me alegro de que la lectura de este episodio te haya resultado lo suficientemente amena para transportarte. Un abrazo.
Así es Antonio: » Lograremos trascender nuestra condición no para convertirnos en titanes sino para humanizarnos completamente, lo cual, para mí, implica una apertura a la divinidad.», Arias Montano sabría mucho de ello.
Estoy seguro. Arias Montano, aparte de un gran humanista, escriturario y poeta, era un iluminado en el sentido budista: «un ser sensible que ha desarrollado todas las cualidades positivas, y ha erradicado todas las negativas» (Wikipedia). Definición que coincide más o menos con la que proponen todas las corrientes religiosas y filosóficas tanto orientales como occidentales.
Para mí, un iluminado es un ser humano consciente de que Dios habita en él.
La mayoría de nosotros, en lugar de iluminados, estamos oscurecidos.