A pesar de esa reacción escandalosa que incrementó mi perplejidad, la mujer de anchas caderas y exuberantes senos infundía confianza. Mi sensación de ridículo se esfumó.
Su torrente de risa hizo que me olvidara de sus compañeros e incluso de ese extraño lugar. Durante unos minutos ella lo llenó todo, quedando abolida la realidad circundante.
Finalmente se calmó. Relegando mi temor, la miré con curiosidad. Sus ojos chispeantes no se apartaban de mí. Sonreí tímidamente y puse sobre el mostrador la bolsa de ropa sucia sin decir palabra. Luego me alejé.
Ella cogió la bolsa, la abrió y empezó a sacar las prendas una a una. Primero un pañuelo arrugado que estiró y se llevó a la cara. Creí que iba a enjugarse las lágrimas. Asombrado comprobé que lo olisqueaba.
Para la encargada no existía la prisa. Sus actos eran parsimoniosos pero no afectados.
Olió el pañuelo una y otra vez. Lo estrujó en su mano y volvió a acercárselo a la nariz.
Sus astutos ojos me lanzaban miradas de complicidad. Yo no sabía qué actitud adoptar. En otras circunstancias me habría azorado. En esta sólo esperaba una nueva carcajada que habría secundado.
Ella suspiró, dejó el pañuelo en el mostrador y prosiguió la tarea de sacar la ropa, que sometía a meticuloso examen.
Camisas, camisetas, dos jerséis, un pantalón, varios pares de calcetines…fueron olfateados cuidadosamente.
Vio también si las prendas estaban desgarradas o descosidas. Si les faltaba un botón. Arrancando uno que estaba casi suelto, me lo mostró como un trofeo.
Sintiendo una oleada de calor que vino a sumarse a la temperatura sofocante de la lavandería, me acordé de los calzoncillos que estaban todavía dentro de la bolsa.
Me sobraba la chaqueta, la bufanda y la gorra. La negra no pareció reparar en mi nerviosismo cuando me liberé de esos tres elementos.
Sacó por fin un calzoncillo que extendió sobre el mostrador, y que contempló absorta como si fuese una obra de arte.
Cuando, calmosamente, lo volvió del revés, mi respiración se aceleró y me puse a sudar. Ella estaba seria. De su rostro había desaparecido todo vestigio de hilaridad.
Levantando la trampa del mostrador, me dijo: “Pasa”. Como no reaccionara, repitió: “Vamos, pasa”.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Interesante incursión en una historia que a todas luces tiene fuertes tintes eróticos. El desparpajo de la negra exuberante, el azoro exudando timidez del cuasi novato. La invitación… Claro está, sólo podría pasar en París, por lo menos en esa París desinhibida que todos tenemos en la mente, aunque no sé si de verdad corresponde a la realidad.
Exquisito relato, donde muestras una vez más la maestría con la que puedes manejar cualquier tema, siempre en tu estilo tan propio y hermoso.
Lectura de sumo deliciosa.
Abrazobeso enorme, con harto cariño fraterno, para ti, magister meus, amicus carissimus.
Es un relato de tintes eróticos, semieróticos, pseudoeróticos, criptoeróticos. A lo mejor trágicos. Ya veremos. Ya me dirás.
Un hombre joven que vaga por París en una gélida mañana de invierno buscando una lavandería es un planteamiento que da juego.
Sin duda, como señalas, es un novato o un inexperto que tiene frío, se siente solo y debe solucionar el problema de la ropa sucia, pues ya no tiene qué ponerse.
Es consciente de que se ha metido en un lío. Lo menos que se puede decir de ese lugar es que se trata de una lavandería atípica.
En París hay una calle que se llama así: des Saints-Innocents. Lo que no sé es si hay un establecimiento de esas características. Imagino que no. Pero, en efecto, en París se puede encontrar cualquier cosa.
Die dulci fruere, amicus dilectus.
Tu relato, una vez más, hablará por sí solo.
Luminoso cierre de semana, Antonio. Abrazobeso siempre cariñoso, hermano.