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Posts Tagged ‘perplejidad’

188.- ¿Es el mal necesario, como piensan Plotino y santo Tomás de Aquino para quienes forma parte integrante de la naturaleza de las cosas, o no lo es? En el segundo caso ¿es posible desembarazarse de él? ¿Qué estrategia es más aconsejable: el enfrentamiento o la evitación?

Hay un hecho claro. La confrontación con esa realidad no deja indiferente a nadie. A menudo deja helados. Las respuestas o reacciones, entre las que hay que incluir la negación y la perplejidad, son variadas.

Sostener la mirada al mal es uno de los mayores desafíos. Combatirlo es exponerse a la destrucción. Incluso solamente llamarlo por su nombre, es decir, nombrarlo en voz alta, es una experiencia turbadora. Aunque en su fuero interno repita machaconamente esas tres letras, aunque lo tenga perfectamente identificado, no todo el mundo tiene la entereza de denunciarlo.

189.-No es el mal un hecho fortuito ni una enfermedad (eso no son más que ropajes). Las desoladoras experiencias vividas en el siglo XX vedan hacer semejantes lecturas. Desde el principio el hombre ha demostrado que puede hacer el mal deliberada y sistemáticamente, puede planificarlo y realizarlo sin que le tiemble el pulso. En el siglo pasado esa práctica adquirió dimensiones terroríficas, pero no es privativa de él. En el actual y en los anteriores se podrían espigar ejemplos de ese carácter industrial de su ejecución.

190.-Una de las tretas más efectivas del mal es haber divido a la humanidad en víctimas y verdugos. El deseo de no pertenecer a ninguna de esas dos categorías, de desmarcarse de ese binomio, es una legítima aspiración. El mal obliga a adoptar uno de esos papeles y es difícil sustraerse a ese juego.

O estás arriba o estás abajo, o mandas u obedeces, o te explotan o eres explotado. Y en esta misma línea dicotómica se sitúa castigar o ser castigado. Elige, dice el mal.

El dos es su número preferido. El número de la escisión (médicamente hablando de la esquizofrenia). El dos nos descarría, dice el místico indio Kabir. Por eso aconseja ver el uno en todas las cosas.

191.- Justificar el mal, desde un punto de vista religioso, moral, filosófico o práctico, es una de las posturas más corrientes.

El mal que genera escándalo no es el representado por las catástrofes naturales, las cuales responden a sus leyes o son producto de factores aleatorios. Ni tampoco el derivado de nuestra condición de seres vivos y, como tales, expuestos al dolor, a las enfermedades, al deterioro físico, al envejecimiento y a la muerte. Esa es otra ley ineludible.

Son los otros males (crímenes, mentiras, abusos, violaciones…), los que escandalizan, los que dejan perplejo. Los males que son obra exclusiva del hombre, y que ocupan en el “ranking” de los infortunios un destacadísimo lugar.

Una actitud extendida es relativizarlos, minimizarlos, incorporarlos socialmente mediante explicaciones y especulaciones, darles cartas de ciudadanía, justificarlos.

 

 

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II

A pesar de esa reacción escandalosa que incrementó mi perplejidad, la mujer de anchas caderas y exuberantes senos infundía confianza. Mi sensación de ridículo se esfumó.

Su torrente de risa hizo que me olvidara de sus compañeros e incluso de ese extraño lugar. Durante unos minutos ella lo llenó todo, quedando abolida la realidad circundante.

Finalmente se calmó. Relegando mi temor, la miré con curiosidad. Sus ojos chispeantes no se apartaban de mí. Sonreí tímidamente y puse sobre el mostrador la bolsa de ropa sucia sin decir palabra. Luego me alejé.

Ella cogió la bolsa, la abrió y empezó a sacar las prendas una a una. Primero un pañuelo arrugado que estiró y se llevó a la cara. Creí que iba a enjugarse las lágrimas. Asombrado comprobé que lo olisqueaba.

Para la encargada no existía la prisa. Sus actos eran parsimoniosos pero no afectados.

Olió el pañuelo una y otra vez. Lo estrujó en su mano y volvió a acercárselo a la nariz.

Sus astutos ojos me lanzaban miradas de complicidad. Yo no sabía qué actitud adoptar. En otras circunstancias me habría azorado. En esta sólo esperaba una nueva carcajada que habría secundado.

Ella suspiró, dejó el pañuelo en el mostrador y prosiguió la tarea de sacar la ropa, que sometía a meticuloso examen.

Camisas, camisetas, dos jerséis, un pantalón, varios pares de calcetines…fueron olfateados cuidadosamente.

Vio también si las prendas estaban desgarradas o descosidas. Si les faltaba un botón. Arrancando uno que estaba casi suelto, me lo mostró como un trofeo.

Sintiendo una oleada de calor que vino a sumarse a la temperatura sofocante de la lavandería, me acordé de los calzoncillos que estaban todavía dentro de la bolsa.

Me sobraba la chaqueta, la bufanda y la gorra. La negra no pareció reparar en mi nerviosismo cuando me liberé de esos tres elementos.

Sacó por fin un calzoncillo que extendió sobre el mostrador, y que contempló absorta como si fuese una obra de arte.

Cuando, calmosamente, lo volvió del revés, mi respiración se aceleró y me puse a sudar. Ella estaba seria. De su rostro había desaparecido todo vestigio de hilaridad.

Levantando la trampa del mostrador, me dijo: “Pasa”. Como no reaccionara, repitió: “Vamos, pasa”.

 

 

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