La gente pasaba a su lado sin volver la cabeza. Como si no hubiera nadie. O, aún peor, como si de un objeto se tratase. De un objeto inútil.
La gente va a lo suyo. Todo el mundo tiene algo que hacer, incluso los jubilados. No digamos las amas de casa arrastrando su carrito, mirando al frente, heroicas y obstinadas, como soldados de la dura batalla cotidiana.
No sé cómo empezaron a despertar mi interés. A veces me recordaban a los poetas románticos, otras veces a los campesinos de antaño. En cualquier caso tenían pinta de vagabundos.
Uno de ellos se aposentaba a la entrada de un supermercado, con un perro al que dejaba a cargo de sus escasas pertenencias cuando él se ausentaba.
El hombre rubio y barbado, sin duda extranjero, desaparecía y el perro se quedaba al cuidado de la cochambrosa mochila y de la caja de cartón con algunas monedas.
En una de las ocasiones en que encontré al perro solo, di una batida por los bares cercanos y lo vi en compañía de una señora mayor que seguramente se había compadecido de él.
2
Al segundo lo descubrí en la calle Santa Cecilia. Era más joven que el extranjero. Este debía de tener treinta años y el otro cuarenta y tantos.
Estaba acuclillado a la puerta de un banco, adonde yo había ido a sacar dinero. Era un diciembre borrascoso, en vísperas de Navidad.
El joven se resguardaba en un saledizo. La lluvia racheada salpicaba las perneras de su pantalón, pero a él no le importaba.
Ese detalle atrajo mi atención porque yo estaba resfriado y llevaba puestos un chaquetón y una bufanda. Por supuesto, me protegía con un paraguas.
La caja de cartón estaba mojada. Cuando la cogiese, se le desharía en las manos.
3
Ante el tercer caso me quedé como un pasmarote, sin disimular mi asombro. Sentí un pellizco en el estómago, como cuando se va a pasar un examen difícil.
Hasta sonreí estúpidamente. Pensé: “No es posible. De veras que no es posible”.
Y yo allí parado, con mi sonrisa en los labios. La chica acabó fijándose en mí.
Estaba sentada en el umbral de un edificio público, en la plaza San Martín de Porres.
Pese a estar pidiendo no tenía aspecto de mendiga. Los otros dos tampoco lo tenían.
A mí me pareció una joven de buena familia. Su ropa mugrienta no me engañó. Llevaba mallas beis y un jersey morado que le llegaba a los muslos. No estaba abrigada para el frío y la humedad reinantes. Alrededor del cuello tenía un fular morado y blanco, entretejido con hilos plateados.
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Enigmático relato. A esperar su desarrollo para desvelar el misterio de estos tres personajes.
Un abrazobeso enorme, cariñoso y fraternal, cher Antonio.
Es un relato en clave realista pero con un trasfondo en contradicción con ese planteamiento.
Esos tres mendigos que llaman la atención del protagonista quizá no sean lo que parecen.
Publicaré las dos partes restantes mañana miércoles y el próximo lunes. Un abrazo.
El relato inquieta, precisamente por ese aspecto que resaltas. Un realismo donde parecen darse elementos enigmáticos que rompen con una simple crónica de la vida cotidiana.
Los mendigos o supuestos mendigos y la forma como los ve el protagonista son la clave de «Soñadores».
Fuerte abrazobeso, cariñoso, fraterno y admirativo.