Cerca de donde estábamos, había una modesta gasolinera con un solo surtidor y un kiosco de madera pintado a franjas celestes y blancas. En el último tramo de nuestro viaje me había percatado de que el nivel de combustible había descendido casi a cero. Era una buena ocasión para repostar.
“¿No hay nadie?”.
Repetí la pregunta levantando la voz y esperé. Oí el ruido de los muelles de un somier. Al cabo de varios minutos apareció un hombre con los ojos hinchados.
“Buenos días” saludé. El empleado bostezó y dijo: “¿Cuánto le pongo?”.
Caí en la cuenta de que ese asunto tenía que haberlo consultado antes con mis compañeros. Los gastos eran comunes.
“No sé, cuatrocientas pesetas” “¿Cuatrocientas pesetas?”.
La perplejidad del empleado al escuchar esa ridícula cantidad me hizo reaccionar de inmediato. “No. Mil pesetas”.
Regresé adonde estaba aparcado el seíta y comuniqué a sus ocupantes que debían darme doscientas pesetas.
Luisa me corrigió. “Serán doscientas cincuenta pesetas” “Las matemáticas fueron siempre tu punto flaco” dijo Pedrote que había vuelto y se había sentado en su sitio.
“¿Dónde está el médico?” “Durmiendo, supongo” “Por suerte” terció Luisa, “Carmelina se encuentra mejor”.
“Así que es necesario apoquinar doscientas cincuenta pesetas” “Eso es. Me equivoqué” dije aunque no del todo convencido.
Cuando hube reunido el dinero, lo conté y el total ascendía a mil doscientas cincuenta pesetas. “No puede ser, corazón” dijo Luisa. “Tiene que sumar exactamente mil”.
“Me habré equivocado otra vez”. Pero la verdad era que sobraban doscientas cincuenta pesetas.
El dependiente se acercó con la manguera en la mano. Pedrote dijo: “Sí que es larga”.
Al levantar el capó descubrí que el motor había desaparecido. El empleado, haciendo caso omiso de ese detalle, desenroscó con naturalidad el tapón del depósito y procedió a llenarlo.
Contemplaba azorado ese hueco donde no había rastro de válvulas, bujías, ventilador ni ninguna otra cosa.
Pagué y subí al coche. No sabía qué hacer. “¡Eh, espabila!” me dijo Pedrote. Giré la llave de contacto. El seíta lanzó algunos resoplidos pero no arrancó. Volví a intentarlo dos veces. A juzgar por sus jadeos sólo conseguía ponerlo al borde del colapso. Crucé los brazos sobre el volante y me recliné.
“Ahora se echa a dormir” “¿Qué te pasa, cariño?” preguntó Luisa. “¿No veis que el coche no se mueve?” “Será porque está frío” apuntó Pedrote. “Seguro que es por eso” “Prueba cerrando el estárter”.
Como no tenía ganas de discutir ni tampoco de revelar la verdad, obedecí. Se escucharon nuevos estertores y eso fue todo.
“¿No será que la batería se ha descargado?” aventuró Carmelina. “Pudiera ser” dijo Pedrote. “En ese caso sólo hay una solución” repliqué. “¿Cuál?” “Que salgáis y empujéis”.
“¡Manos a la obra!” exclamó Pedrote. A continuación, dirigiéndose a mí, añadió: “Mete la segunda y, cuando el coche coja velocidad, desembraga de golpe”.
Ateniéndome a su consejo, esperé el momento oportuno para levantar el pie del pedal. El seíta resopló y, dando un brusco frenazo que cortó en seco su carrera, empezó a trompicar y a emitir extraños ruidos.
Mis tres compañeros, alarmados por ese estrépito, se precipitaron detrás de nosotros.
Las dos mujeres se quedaron pronto rezagadas, pero Pedrote, que era de constitución atlética, siguió acortando distancia hasta que varios estampidos estremecieron al coche. Entonces se detuvo y se tapó las orejas.
Parecía que el seíta iba a desarmarse de un momento a otro, pero tal cosa no ocurrió.
Aturdido, abrí la portezuela con mano temblorosa y puse pie en tierra.
“¡Es inaudito! ¡Es inaudito” repetía Pedrote muerto de risa. “¿Estás bien?” “Eso creo”.
El auto le interesaba más que yo. Lo estuvo palpando y examinando un rato. Finalmente declaró: “Este cochecito tiene la resistencia de un tanque”.
Carmelina hizo un comentario de índole diferente. “Si llego a saber esto, no vengo” “Esta cafetera está para el desguace” dictaminó Luisa. “Aunque parezca mentira” replicó Pedrote, “está entero” “Pero por dentro” apunté “debe de estar hecho una pena. Hay que buscar un taller” “En marcha, pues”.
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Es el auténtico coche fantástico. O soñado.
Pedrote lo reconoce al compararlo con un tanque. Pero tras la proeza realizada, se ha quedado sin motor.
Aracena está representando lo más surrealista de la aventura que han emprendido los cuatro… o ¿sería mejor decir los cinco pasajeros del seíta, incluyendo al invisible?
Lo absurdo, pero real, ha atrapado a los personajes desde un principio y no les ha dado respiro.
La narración fluye con brillantez, como te es habitual, Antonio.
Vaya hasta ti mi abrazobeso lleno de cariño fraterno y mis deseos más fervientes de que éste te sea un año lleno de luz y creatividad, amigo querido.
Tras la primera llegada en falso, ya están los actores en Aracena, donde transcurre la segunda parte de esta historia que en surrealista no cede a la primera. Surrealista, irreal, real, en Aracena se confunden esas dimensiones.
Aquí tendrá lugar el desenlace, quizá un final que puede ser calificado de absurdo, al que sucederá otro que puede ser calificado de lógico. Pero, como ya he señalado, en Aracena los niveles están embrollados.
Son cinco pasajeros, claro. Luisa ya sabe, y el conductor también, que el invisible ha dejado el coche y está en el pueblo, donde, presumiblemente, de una u otra manera, se producirá su encuentro e identificación.
Que, según tu deseo, el 2018 fluya luminoso y creativo para mí, para ti, para todos. Un abrazo.
Reblogueó esto en Ramrock's Blog.
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.
Coincido con Ernesto en su comentario: consigues imprimir una agilidad al relato de lo más atrayente. Como también lo es esa mezcla de surrealismo y detalles realistamente banales (como el comentario de Pedrote sobre la manguera): ocurre como en esos sueños en los que asumes lo increíble con una tranquilidad pasmosa pero, al mismo tiempo, te asombras de no sentirte asombrado. Son esos detalles los que van configurando el carácter de cada uno de los personajes (el brutote, la práctica, la quejicosa…). Quizás sea el conductor el que tiene unos rasgos menos definidos o, al menos a mí me cuesta más atribuirle un «físico» (y, por supuesto, está el «ente desconocido» del que nada sabemos y que nos mantiene en ascuas). Me gusta mucho tu «Viaje a Aracena», Antonio,en el que haces gala una vez más de tu impresionante capacidad descriptiva. Te mando un abrazo repleto de cariño y mis mejores deseos para 2018.
En este relato se mezcla lo normal, lo surrealista y lo onírico. Las fronteras han sido abolidas en su desarrollo porque esa era la única forma de montarlo. Espero que el resultado no sea un «totum revolutum», sino, como señaláis generosamente Ernesto y tú, una narración ágil y fluida que despierte el interés del lector, que lo enganche.
Expresas a la perfección la atmósfera que se pretende crear en este párrafo que transcribo: «ocurre como en esos sueños en los que asumes lo increíble con una tranquilidad pasmosa pero, al mismo tiempo, te asombras de no sentirte asombrado».
Es eso exactamente: un desafío a la razón que, sin embargo, uno acepta con naturalidad. ¿No crees que la vida es así a menudo?
A través de los diálogos uno puede hacerse una idea del conductor que, por supuesto, no se describe a sí mismo.
Del ente desconocido, de esa presencia extraña que ha acompañado a los cuatro amigos durante el accidentado trayecto, tendremos noticia pronto. Quizá este viaje a Aracena no tenga otra finalidad que el encuentro cara a cara con él, su desenmascaramiento, su identificación. Ciertamente no es fácil desvelar lo que ni siquiera es perceptible por los sentidos. Habrá que esperar a que ese ente se corporeice.
Muchas gracias por tu comentario que es un regalo navideño, doblemente grato porque los Reyes Magos ya no se acuerdan de mí.
Te deseo un año creativo y satisfactorio a todos los niveles, a ti y a los tuyos. Un abrazo.