Cuando, tras una visita de sus admiradores, queda solo, abre una de las ventanas y contempla por enésima vez el paisaje de tejados y antenas. Fidel no hace ningún gesto. Su cara, que, en presencia de otros, resulta cordial, con un brillo irónico en la mirada, con un conato de sonrisa en los labios, adopta una seriedad inexpresiva. Las arrugas se marcan. Apenas parpadea. Permanece de pie, sin apoyar las manos en el alféizar. Y así se lleva un buen rato.
Con trabajo, se diría, se sustrae al embrujo de la vista urbana, se aparta retrocediendo de espalda y se da media vuelta. Ha llegado el momento de la recompensa. De gratificarse por nada. Pues ¿qué es lo que ha hecho: leer, escribir, escarbar en las contradicciones e inconsecuencias humanas como si no supiera lo que iba a encontrar? ¿Aleccionar a sus seguidores, actividad que cada vez le resulta más fastidiosa? Ya no da clases, afortunadamente. Esa pejiguera pertenece al pasado. Aunque el pasado no es nada. Y el futuro tampoco.
Ahora es el presente y va a hacer lo que más le gusta. No ir a un restaurante caro donde se siente incómodo. Ni al teatro o al cine, que llaman poco su atención. Ni buscar sexo, que es el último reducto. La libido como única realidad. Eso pensó durante mucho tiempo. Ahora es un asunto que le tiene sin cuidado. Ni siquiera en sus años mozos fue un gran acicate para él.
Sin prisa baja la escalera. Normalmente coge el ascensor. Pero prefiere paladear estos momentos de dicha. Lo hará todo por sus pasos contados. Primero bajar la escalera. Salir a la calle y acercarse al bazar chino de la esquina. Entrar, dirigirse al estante de las chucherías y coger una bolsita surtida de gominolas. En su mente aflora la imagen de un lejano kiosco de madera, con un mostrador muy alto, donde le era difícil llegar.
Alguien comenta: “Los chinos venden de todo a muy buen precio”. Fidel pasa junto a la mujer que ha hablado. Lleva su bolsa con fresitas, platanitos, botellitas de cola, ositos y otras deliciosas pastillas de goma recubiertas de azúcar. Paga. Un mísero euro. Guarda la compra en el bolsillo de la chaqueta y se encamina al parque donde, por alargar el tiempo más que por estirar las piernas, pasea un poco. Luego se sienta en un banco. En su banco porque es en ese en el que siempre se acomoda. Aunque reconozca que es una solemne tontería, lo considera suyo.
Allí, tranquilo, ajeno al tráfago de la urbe cuyo rugido llega apagado a ese rincón, saca la bolsa, la desanuda y con dos dedos coge la primera gominola que es un huevo frito. Esta fortuita elección le hace sonreír. Se mete la golosina en la boca y la saborea. No es su preferida pero está buena. Acaba masticándola y tragándola. Introduce de nuevo los dedos en la bolsa. No mira. Quiere llevarse una sorpresa. Vamos a ver cuál sale ahora.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
¡Qué bien escribes, Antonio!
Gracias, Kaw-djer. Me alegro de que aprecies este retrato de un intelectual posmoderno.
Más q la historia (q tb encuentro intrigante), aprecio la forma en la q escribes. Es elegante, culta pero no pretenciosa, fluida y entretenida. Es profesional, en el buen sentido del arte.
¿Por donde vas, Antonio ? ¿A donde llevas a tu Fidel ? Me has despistado totalmente. Mi primera opción con la mujer ya esta descartada totalmente ( no tiene la libido).Me queda la segunda opción…es un asecino en serie . Y si no…que le adjuntes algo especial . Es que de momento me gusta mucho tu Fidel , (a pesar de que las mujeres serían su último reducto.) Estoy totalmente de acuerdo con Kaw-djer …, culta pero no pretenciosa, fluida y entretenida….es tu forma de escribir. Un beso.
Más bien hay que preguntarse de dónde viene mi Fidel y adónde va. Él es un intelectual posmoderno, está de vuelta de todo, no cree en nada, incluso niega su historia personal.
No es un mujeriego. Lo de asesino en serie, a nivel simbólico, tiene sentido.
Es lo que somos todos. Alguien con frustraciones y otros engranajes que chirrían. Un abrazo.
De nuevo gracias de todo corazón. Esta valoración tuya me hace sentir orgulloso de mi trabajo, me hace pensar que el tiempo y la energía, aparentemente gratuitos, que invierto en esta tarea valen la pena. Un abrazo.
Alguna vez he disfrutado mucho comiéndome un polo sentada en un banco de un parque, así que entiendo lo de las gominolas.
Yo también lo entiendo. A mí me gustan más los helados. Todo esto me remite a un tiempo concreto, el de la infancia que actualizamos de esa manera.
Creo que ya te lo han dicho en otro comentario… Pero te lo tengo que decir… Qué bien escribes… tu prosa fluye como un arroyo claro y transparente.
Creo que las gominolas ayudan a pensar en la vida y saben más ricas si no sabes cuál te va tocar…
Un abrazo
Gracias, Manuel. Esa imagen de mi prosa fluyendo como un arroyo claro me ha llegado a lo más hondo. Como escritor aspiro a esa transparencia. Un abrazo.