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IV

Según sus propias palabras, él se había especializado en desinstruir machacando. Se había hecho un deber de abrir los ojos a los demás, quisieran o no quisieran, sobre todo a los que se le acercaban. Por eso era conocido como “el desvelador”, por arrancar a tironcitos, no por suaves menos efectivos, velos, cortinas, persianas y cualquier objeto colgante o no que impidiera la entrada de la insobornable luz de la nada, que no es real ni deja de serlo, que ni existe ni deja de existir, que es lo único que hay o queda una vez derribados todos los engañosos muros protectores, todas las puertas, todos los postigos, todos los biombos.

“Todo lo que hace el hombre es para esconderse como un ratón en su madriguera, esperando estar calentito y a buen recaudo. Todas sus invenciones y elucubraciones tienen también esa misma finalidad. La historia, la filosofía, la religión, incluso la sacrosanta ciencia, son otras tantas gazaperas que no resisten el soplido de un análisis riguroso.

“Vivimos en un mundo de apariencias, de arbitrariedades pactadas que pasan por verdades, de pamemas elevadas a la categoría de principios, de ignorancias consentidas, de ilusiones apuntaladas, de teorías y sistemas que hacen agua por todas partes”. Tal era el discurso de Fidel.

De los seres humanos afirmaba: “No son otra cosa que sombras anhelantes, empeñadas en encontrar sentido al caos, forcejeando constantemente consigo mismas para no aceptar su vaciedad, su inconsistencia, para no mirar cara a cara al absurdo”.

Su corolario era este: “No hay nada seguro ni fijo. Hay que deshacerse cuanto antes de las creencias de toda índole que mantienen lo contrario”.

Su labor deconstructora y castigadora estaba más que justificada. Así lo reconocían no sólo sus seguidores sino amplios sectores de la intelectualidad. A unos y a otros se les llenaba la boca con el nombre de Fidel, lo ensalzaban hasta provocar vergüenza ajena, lo hubiesen proclamado redentor si no supiesen que el agraciado con ese título habría respingado y se lo habría devuelto acompañado de una afable nota sarcástica.

Su propensión a administrar correctivos severos, a vapulear sonriendo, no tenía nada que ver, según declaró en una entrevista radiofónica, con la escuela que vivió, donde los castigos físicos estaban a la orden del día, y donde abundaban los maestros de tendencias sádicas. Lo suyo era simplemente la consecuencia de la lucidez, el fruto de la coherencia y, lo admitía, el compromiso de un vago espíritu filantrópico.

Ni la temprana muerte de su madre, ni su estancia en un orfanato del estado, ni el abandono familiar (todo lo que conformaba el sustrato de su historia personal que, insistía, a nadie importaba lo más mínimo empezando por él), tenían parte alguna en su inflexibilidad y su beligerancia que eran exclusivamente hijas de su claridad mental. Comportarse de otra manera hubiese sido una felonía.

Este solitario ciudadano del mundo que ha pasado su vida encerrado en un desván, era el campeón de la nada. No se le podía llamar filósofo ni pensador ni maestro ni profesor. Ciertamente referirse a él planteaba un problema. Él prefiere ser llamado Fidel, como si fuera un cantante de salsa, un vecino o un primo lejano. Esta pretensión con aire de humildad resulta embarazosa, por lo que muchos han optado por llamarlo “el autor de…” y añadir el título de uno de sus libros, o “el conocido escritor” si el contexto permite su identificación sin problemas. Últimamente algunos críticos lo han bautizado como “el teórico de la nada”, marbete que no disgusta al interfecto.

De su iconoclastia no se libra ni el progreso. Esas cortinas de humo hay que aventarlas, esos bancos de niebla hay que disolverlos, ese cúmulo de ficciones hay que barrerlo, y dejar al descubierto la nada. Porque detrás de esos embozos no hay nada, ni delante ni abajo ni arriba.

 

 

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III

Cuando, tras una visita de sus admiradores, queda solo, abre una de las ventanas y contempla por enésima vez el paisaje de tejados y antenas. Fidel no hace ningún gesto. Su cara, que, en presencia de otros, resulta cordial, con un brillo irónico en la mirada, con un conato de sonrisa en los labios, adopta una seriedad inexpresiva. Las arrugas se marcan. Apenas parpadea. Permanece de pie, sin apoyar las manos en el alféizar. Y así se lleva un buen rato.

Con trabajo, se diría, se sustrae al embrujo de la vista urbana, se aparta retrocediendo de espalda y se da media vuelta. Ha llegado el momento de la recompensa. De gratificarse por nada. Pues ¿qué es lo que ha hecho: leer, escribir, escarbar en las contradicciones e inconsecuencias humanas como si no supiera lo que iba a encontrar? ¿Aleccionar a sus seguidores, actividad que cada vez le resulta más fastidiosa? Ya no da clases, afortunadamente. Esa pejiguera pertenece al pasado. Aunque el pasado no es nada. Y el futuro tampoco.

Ahora es el presente y va a hacer lo que más le gusta. No ir a un restaurante caro donde se siente incómodo. Ni al teatro o al cine, que llaman poco su atención. Ni buscar sexo, que es el último reducto. La libido como única realidad. Eso pensó durante mucho tiempo. Ahora es un asunto que le tiene sin cuidado. Ni siquiera en sus años mozos fue un gran acicate para él.

Sin prisa baja la escalera. Normalmente coge el ascensor. Pero prefiere paladear estos momentos de dicha. Lo hará todo por sus pasos contados. Primero bajar la escalera. Salir a la calle y acercarse al bazar chino de la esquina. Entrar, dirigirse al estante de las chucherías y coger una bolsita surtida de gominolas. En su mente aflora la imagen de un lejano kiosco de madera, con un mostrador muy alto, donde le era difícil llegar.

Alguien comenta: “Los chinos venden de todo a muy buen precio”. Fidel pasa junto a la mujer que ha hablado. Lleva su bolsa con fresitas, platanitos, botellitas de cola, ositos y otras deliciosas pastillas de goma recubiertas de azúcar. Paga. Un mísero euro. Guarda la compra en el bolsillo de la chaqueta y se encamina al parque donde, por alargar el tiempo más que por estirar las piernas, pasea un poco. Luego se sienta en un banco. En su banco porque es en ese en el que siempre se acomoda. Aunque reconozca que es una solemne tontería, lo considera suyo.

Allí, tranquilo, ajeno al tráfago de la urbe cuyo rugido llega apagado a ese rincón, saca la bolsa, la desanuda y con dos dedos coge la primera gominola que es un huevo frito. Esta fortuita elección le hace sonreír. Se mete la golosina en la boca y la saborea. No es su preferida pero está buena. Acaba masticándola y tragándola. Introduce de nuevo los dedos en la bolsa. No mira. Quiere llevarse una sorpresa. Vamos a ver cuál sale ahora.

 

 

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II

Cuando aluden a su ilegitimidad, Fidel ríe también. Eso es algo caduco y sobrepasado. Sus primeros años en su pueblo natal están olvidados. Incluso tiene que hacer un esfuerzo memorístico para acordarse del nombre. Lleva tantos años en la capital, comiendo en sus restaurantes, paseando por sus calles, residiendo en el mismo ático que, a todos los efectos, él es un urbanita. Ni quiere ni conoce otra cosa.

Y sin embargo, en la ciudad, durante mucho tiempo, no le fue bien. Cuando acabó sus estudios universitarios, no tuvo problemas para encontrar trabajo como profesor. No es exactamente que los departamentos de su facultad se lo rifaran, como pregonan sus fans, pero es cierto que pudo escoger entre dos o tres puestos, siendo evidente que no hizo la mejor elección. Era demasiado joven y no estaba preparado para enfrentarse a clases numerosas de alumnos que tenían su misma edad o que eran mayores que él. El resultado fue que cogió su primera depresión oficial. Anteriormente ya había pasado por otros periodos de decaimiento.

Tuvo que malvivir haciendo traducciones y tesis para otros. No quería volver a la enseñanza, pero la necesidad lo obligó a pisar las aulas de nuevo. Siempre se mantuvo como profesor interino. Su situación económica, salvo en los últimos años, tras convertirse en gurú de élites que no paran de promocionarlo, nunca fue buena.

Ahora, aunque no vive en el mismo ático, o más bien en el mismo zaquizamí caluroso en verano y frío en invierno, quizá por la querencia contraída o por gusto, se ha comprado una buhardilla grande y mejor acondicionada. Sigue instalado en las alturas pero con las comodidades que ofrece el mundo moderno.

Allí van a escucharlo con la boca abierta sus adeptos. No son amigos porque Fidel no los tiene ni discípulos porque él no es un maestro. Son híbridos raros de una fidelidad inquebrantable. En sus reuniones ni beben ni comen. Ni un simple café con pastas. Ni el dueño saca nada ni los visitantes traen nada tampoco. Allí se va a celebrar las ocurrencias del gran manitú y a exponerse, si alguien abre el pico, a que le deconstruya en un periquete el razonamiento, la idea o el chiste.

A pesar de su aspecto de santo varón, Fidel es implacable. Con su voz que a veces se quiebra, lo que le da un simpático toque de abuelo, interviene suavecito y pone las cosas en su sitio, o más bien las tira al cubo de la basura. No perdona una.

No ha vuelto ni un día ni una hora a su lugar de origen. Nunca se ha interesado por sus parientes. Puede que ese trato sea el que se merecen, pero incluso a sus incondicionales les choca ese comportamiento. Entre ellos, en confianza, lo hablan, pero ese desapego acaba convirtiéndose en una decisión heroica. En una prueba de su valía. No de su superioridad que es una palabra desterrada de su vocabulario. Ni de sus principios, de los que carece, y si uno asoma la cabeza por alguna parte le da un pistoletazo.

 

 

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I

Él niega que su condición de hijo de madre soltera, que además murió prematuramente, y su crianza en un orfanato del estado tengan algo que ver con su nihilismo, con su filosofía encaminada, según afirma con voz opacada por la vejez, a abrir los ojos de los hombres, a proporcionarles una lucidez insobornable contra la que se estrellen religiones, ideologías, tradiciones, historia, metahistoria y todo lo que el ser humano ha concebido desde el principio de los tiempos para encontrar un sentido a lo que no lo tiene: la vida.

En aquel tiempo y en su pueblo ser un bastardo era una pesada carga. Para nada un destino envidiable, para nada ni para nadie. Y menos para él que era un niño de afinada sensibilidad y de inteligencia fuera de lo común.

Su madre fue una muchacha que tuvo un desliz. Ni siquiera puede decirse que errara en sus cálculos. Era joven y se enamoró. Pero el tunante se quitó de en medio. Emigró al norte en busca de trabajo. Y ella nunca más supo de él.

Cuando su madre, que era de salud endeble y que trabajaba demasiado en el campo y en el servicio doméstico, no pudo sobreponerse a una afección de pecho y falleció, sus abuelos se apresuraron a buscar una institución que lo acogiera. Eran pobres y no estaban dispuestos a cargar con la falta de su hija. Al principio iban a ver a Fidel de vez en cuando. Luego las visitas se hicieron anuales. Y finalmente dejaron de ir. El niño no iba tampoco al pueblo. Más tarde pasó a otro pensionado donde cursó estudios secundarios. Y cuando hizo la carrera, siempre con becas, a una residencia en la capital. Él era un chico con una capacidad intelectual que asombraba o asustaba a sus profesores. Una capacidad que era considerada un don del cielo, lo que sin duda era, y una gran suerte, lo que era discutible. Quizá si hubiese sido menos listo, habría sido más feliz. De todas formas, Fidel siempre despreció la felicidad que equiparaba a una trampa, a un embeleco, a un espejismo.

La disociación que él ha establecido entre su propia existencia, a la que no tiene cariño, y su filosofía es total. Él rechaza cualquier relación entre ambas, aunque para un observador ecuánime los vasos comunicantes son evidentes. Si alguien señala esa interacción, Fidel ríe forzadamente y hace un gesto de descalificación con la mano. Si además se pone a argumentar, es harto probable que el impertinente salga convencido de su simpleza, pues Fidel, sin alterarse, con engañosa mansedumbre, con su hablar fluido, con su saber enciclopédico y su anecdotario inagotable, le canta las cuarenta al diablo y este sale corrido.

Su filosofía, que él no llama así, sino pensamientos, divagaciones, quisicosas, es de una ferocidad que, salvo a sus seguidores, que lo adoran como a un dios, pone los pelos de punta. Pero él no pretende acongojar al prójimo con sus meras constataciones. Si se las rebaten, él está dispuesto a rectificar. Hasta ahora nadie ha logrado hacerlo retroceder un ápice en sus posiciones.

 

 

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