Según sus propias palabras, él se había especializado en desinstruir machacando. Se había hecho un deber de abrir los ojos a los demás, quisieran o no quisieran, sobre todo a los que se le acercaban. Por eso era conocido como “el desvelador”, por arrancar a tironcitos, no por suaves menos efectivos, velos, cortinas, persianas y cualquier objeto colgante o no que impidiera la entrada de la insobornable luz de la nada, que no es real ni deja de serlo, que ni existe ni deja de existir, que es lo único que hay o queda una vez derribados todos los engañosos muros protectores, todas las puertas, todos los postigos, todos los biombos.
“Todo lo que hace el hombre es para esconderse como un ratón en su madriguera, esperando estar calentito y a buen recaudo. Todas sus invenciones y elucubraciones tienen también esa misma finalidad. La historia, la filosofía, la religión, incluso la sacrosanta ciencia, son otras tantas gazaperas que no resisten el soplido de un análisis riguroso.
“Vivimos en un mundo de apariencias, de arbitrariedades pactadas que pasan por verdades, de pamemas elevadas a la categoría de principios, de ignorancias consentidas, de ilusiones apuntaladas, de teorías y sistemas que hacen agua por todas partes”. Tal era el discurso de Fidel.
De los seres humanos afirmaba: “No son otra cosa que sombras anhelantes, empeñadas en encontrar sentido al caos, forcejeando constantemente consigo mismas para no aceptar su vaciedad, su inconsistencia, para no mirar cara a cara al absurdo”.
Su corolario era este: “No hay nada seguro ni fijo. Hay que deshacerse cuanto antes de las creencias de toda índole que mantienen lo contrario”.
Su labor deconstructora y castigadora estaba más que justificada. Así lo reconocían no sólo sus seguidores sino amplios sectores de la intelectualidad. A unos y a otros se les llenaba la boca con el nombre de Fidel, lo ensalzaban hasta provocar vergüenza ajena, lo hubiesen proclamado redentor si no supiesen que el agraciado con ese título habría respingado y se lo habría devuelto acompañado de una afable nota sarcástica.
Su propensión a administrar correctivos severos, a vapulear sonriendo, no tenía nada que ver, según declaró en una entrevista radiofónica, con la escuela que vivió, donde los castigos físicos estaban a la orden del día, y donde abundaban los maestros de tendencias sádicas. Lo suyo era simplemente la consecuencia de la lucidez, el fruto de la coherencia y, lo admitía, el compromiso de un vago espíritu filantrópico.
Ni la temprana muerte de su madre, ni su estancia en un orfanato del estado, ni el abandono familiar (todo lo que conformaba el sustrato de su historia personal que, insistía, a nadie importaba lo más mínimo empezando por él), tenían parte alguna en su inflexibilidad y su beligerancia que eran exclusivamente hijas de su claridad mental. Comportarse de otra manera hubiese sido una felonía.
Este solitario ciudadano del mundo que ha pasado su vida encerrado en un desván, era el campeón de la nada. No se le podía llamar filósofo ni pensador ni maestro ni profesor. Ciertamente referirse a él planteaba un problema. Él prefiere ser llamado Fidel, como si fuera un cantante de salsa, un vecino o un primo lejano. Esta pretensión con aire de humildad resulta embarazosa, por lo que muchos han optado por llamarlo “el autor de…” y añadir el título de uno de sus libros, o “el conocido escritor” si el contexto permite su identificación sin problemas. Últimamente algunos críticos lo han bautizado como “el teórico de la nada”, marbete que no disgusta al interfecto.
De su iconoclastia no se libra ni el progreso. Esas cortinas de humo hay que aventarlas, esos bancos de niebla hay que disolverlos, ese cúmulo de ficciones hay que barrerlo, y dejar al descubierto la nada. Porque detrás de esos embozos no hay nada, ni delante ni abajo ni arriba.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.