Hemón y Edu tuvieron la misma idea que Roque y su banda, pero sin que se les pasara por la cabeza realizar un conjuro para convocar a las fuerzas que residen en el bosque de Tuum.
Movidos por la curiosidad, sólo querían contemplar la arcana arboleda y quizá recorrer una parte de su perímetro para calibrar su grandiosidad.
Esa compacta masa vegetal, situada aproximadamente en el centro de la Isla, se extendía en dirección noroeste y despedía un olor peculiar a cuero que a veces se percibía en el castillo.
Se comentaba entonces que el bosque estaba enviando un mensaje sobre cuyo contenido no había acuerdo.
A pesar de su enclave, Tuum no era el corazón de la Isla. Según Gregor, el Maestro Calderero, era su hígado o, en cualquier caso, una víscera profundamente enterrada en el cuerpo. Esta opinión era compartida por los otros Maestros.
Antes de llegar había una ancha franja de terreno en la que abundaban los matorrales, los cuales formaban setos enmarañados y montaraces parterres.
Los dos amigos se detuvieron junto a un durillo de lustrosas hojas. Frente a ellos se erguían los antiguos habitantes de Tuum.
Un ejemplar anaranjado, lleno de nudosidades y abultamientos, atrajo su atención.
Hemón dijo que el árbol los estaba llamando. Edu sonrió. Él sentía también que ese corpulento individuo de ramas retorcidas se hacía notar de forma deliberada.
El color de su corteza cambió al escarlata y luego a un rojo oscuro que los sobresaltó. Parecía que se había encolerizado y estaba a punto de reprenderlos. En lugar de tal reacción, exhaló un aroma dulce que provocó una ligera embriaguez a los muchachos.
Más allá había un cónclave. Los más altos se inclinaban para escuchar mejor. Grises y cavilosos, con grandes placas irregulares en ángulos cada vez más abiertos que finalmente se desprendían del tronco, debían contarse entre los más provectos.
A medida que recorrían a distancia el contorno del bosque, aumentaba el asombro de Edu y Hemón.
Las ramas bajas de un árbol de copa muy desplegada planeaban sobre el suelo marcando el territorio, no invadido por ninguna planta. Su relativo aislamiento ponía de manifiesto su peculiar belleza. Los rayos de sol arrancaban destellos de su follaje glauco y de su fuste plateado.
En el bosque de Tuum imperaba un silencio más sobrecogedor que el trueno más retumbante.
Sus longevos moradores, algunos de los cuales semejaban taciturnos guardianes, estaban ahí desde que la Isla emergiera del abismo oceánico. .
A Hemón y a Edu les dio un vuelco el corazón cuando percibieron un susurro.
No corría viento. Tal vez fue una ilusión propiciada por su propia ansiedad.
Pero el murmullo se repitió claramente. No eran voces ni silbidos. Era más bien un jadeo apagado, la trabajosa respiración de un gigantesco animal.
Aguzaron la vista y vislumbraron algo que se movía.
Una bocanada de aire helado los hizo estremecer. La frialdad, más que en la cara o en las manos, la sintieron interiormente.
¿Era el vaho de una bestia antediluviana que había despertado y se desperezaba, o que había descubierto la presencia de los muchachos y cambiaba de posición para estudiarlos mejor?
Los dos aprendices sabían que en el bosque de Tuum no vivían ni seres humanos ni animales. Por esa razón, la ausencia de ruidos, salvo los provocados por el viento en las hojas, era absoluta.
Luego oyeron un crepitar de ramas rotas. Ambos amigos tuvieron un atisbo en cuya descripción no coincidieron.
Hemón insistía en utilizar la palabra “cosa”. Ningún otro nombre le parecía adecuado. Y esa “cosa” aspiraba a dominar, a sojuzgar, a devorar. Así pues, debían alejarse cuanto antes.
Pero la impresión de Edu, a quien ese aliento glacial infundió una insólita lucidez, fue diferente. Entrevió una fuerza destructora. Esa calamitosa realidad primigenia lo sumió en un estado de estupor.
Muy buena la descripción del bosque y sus habitantes, los árboles.
Parece que va a hacer su irrupción el mal.
Ya lo ha hecho con Roque a un nivel humano. En el bosque de Tuum adquirirá, por decirlo de la única manera que se me ocurre, una dimensión metafísica.