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Archive for the ‘In illo tempore’ Category

Cuando salía de mi habitación, donde permanecía con la cortina echada y la lámpara apagada, a mis ojos les costaba trabajo acostumbrarse a la luz y a mis oídos a las voces.
Pero tarde o temprano tenía que cruzar la frontera de mi silencioso y oscuro reino y pasar al otro lado. Tarde o temprano tenía que poner los pies sobre la tierra, al decir de Jorge, para quien este asunto no tenía vuelta de hoja.
Además, no había dos mundos. El que yo forjaba al calor del brasero era ilusorio. Una triquiñuela para eludir la realidad. Un refugio.
Tenía que enfrentarme al verdadero, a ése que me parecía trazado con un tiralíneas, geométrico, lleno de aristas, maniqueo.
Fuera de mi recinto me sentía torpe. En los bares tropezaba con las patas de las mesas. Yo mismo reconocía mi ineptitud.
Sentado en el sillón, alargaba la mano y hurgaba en los papeles desparramados encima de la mesa. Cogía un folio y, sin encender el flexo, revolviendo libros, volcando el cenicero, buscaba un bolígrafo o un lápiz. También necesitaba una carpeta en la que apoyarme.
Tras estas accidentadas capturas, me concedía unos minutos de descanso. Luego garabateaba lo que se me fuera ocurriendo.
Los resultados de esta experiencia solían ser ininteligibles. Si conseguía desentrañar ese galimatías, la decepción era la recompensa.
Lugares comunes y sandeces originales constituían el cañamazo de esos textos redactados a oscuras cuyo destino era la papelera.
Si yo no salía, unos golpes en la puerta de la habitación me lo recordaban. Era mi madre anunciándome la hora de la clase de solfeo.

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Era una calle sin aceras, que acababa en una cuesta. De tarde en tarde la recorría una mujer con la cesta de la compra o un vecino apresurado.
Estos esporádicos transeúntes aparecían por un extremo y desaparecían por el otro o en el interior de una vivienda silenciosamente. Como si anduviesen por una mullida alfombra.
La calzada estaba dividida en dos franjas desiguales por la sombra que proyectaba la hilera de casas orientadas hacia el oeste. Una línea quebrada trazaba en el suelo el contorno de los tejados.
En la calle de paredes blanqueadas con esmero destacaba la casona de fachada sucia y llena de desconchados. En su base, se amontonaban la tierra y los caliches que el viento esparcía.
Entre las tejas, que desaguaban en un canalón enmohecido, crecía la hierba.
Quien pasaba por delante de esta casa solariega se quedaba mirando. Algunas mujeres suspiraban.
Tres ventanas de rejas salientes, una a cada lado de la puerta y otra más pequeña encima, todas de barrotes cuadrangulares sin adornos, se abrían en el muro de considerable espesor.
Las ventanas estaban provistas de celosías cuya madera conservaba restos de pintura. Los listones filtraban la claridad exterior, potenciada por los efectos reflectores del enjalbegado de la pared frontera, en la que incidían los rayos solares.
La habitación, con su mobiliario anticuado y su profundo silencio, era un remanso de paz.
El aspecto de la cama parecía indicar que su ocupante, al despertarse, había recordado un asunto importante y, tras comprobar la hora, se había levantado a toda prisa.
La sábana y la colcha colgaban a un lado. La almohada, con la funda arrugada, permanecía en su lugar.
Junto a una mesita cuya lámpara estaba encendida, había una butaca de amplio respaldo. En el suelo había papeles amarillentos escritos con tinta negra.
En la mesita había también legajos enrollados y un cuaderno con números y anotaciones.
Mejillas hundidas, ojos vidriosos, el tío Pedro reclinaba la cabeza sobre su hombro derecho. Los dedos de una mano rozaban las baldosas, donde descansaban sus pies desnudos y azules. Entre las zapatillas de felpa había una caja de cartón vacía.

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Los últimos años del tío Pedro nos eran más desconocidos que los correspondientes a su juventud y madurez.
Al decir de la abuela Julia, que desde la partición de bienes acumuló contra él un rencor inagotable, su cuñado había sido un centón de vicios.
Ella no acostumbraba a extenderse sobre este particular. Temerosa de sofocarse, prefería eludir el tema. Un individuo de su calaña no merecía que se perdiese el tiempo hablando de él. Un gesto de desprecio era su reacción si en su presencia alguien, por imprudencia o malicia, mencionaba un desatino del tío Pedro.
Con su hosquedad no pretendía desinteresar a los miembros más jóvenes de la familia. Pero una actitud tan visceral había creado en mí una expectativa apenas recompensada con sus frases lapidarias y sus fruncimientos de cejas.
La figura del tío Pedro fluctuaba entre dos extremos. Para unos había sido un gozador de la vida, que no había tolerado el mangoneo, haciendo siempre lo que le pedía el cuerpo.
Para otros, entre los que se contaban casi todos sus parientes cercanos, no había sido más que un tarambana. Un egoísta incapaz de asumir responsabilidades. Un derrochador.
Con el paso del tiempo ambas imágenes se convirtieron en estereotipos. De fervientes partidarios o detractores, el tío Pedro pasó a tener sosegados contertulios.
A esta transformación contribuyó sobre todo el paulatino fallecimiento de sus coetáneos, a los que sucedió una generación que sólo lo conocía de oídas.
La abuela Julia murió antes que su cuñado. Fue entonces cuando éste reanudó las relaciones con sus sobrinas.
A esa muerte se sumó también la de su tercera mujer. En estas circunstancias intentó un acercamiento sin recurrir a sus dotes persuasorias de probada eficacia ni a ninguna treta.
Sus amoríos, sus francachelas y sus partidas de cartas hasta el amanecer pertenecían al pasado. A nadie iba a seducir con su sonrisa. A nadie iba a castigar con la mirada. Su presencia inspiraba otros sentimientos.
Mi madre no le tenía simpatía. Cuando su tío hizo los primeros tanteos, ella fue de la opinión de que no había que dejarse engañar por sus tardías muestras de afecto. Un solo motivo lo impulsaba a actuar así: su penuria económica.
La imagen que tengo grabada del tío Pedro no concuerda con las anteriores.
Era un anciano que pasaba el rato contando historias y haciendo promesas. En cuanto aparecía mi padre, se ponía de pie y lo acompañaba al despacho, de donde salía guardándose la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta.

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Cuando mi padre nos franqueó la entrada, la visión del zaguán ratificó nuestros presentimientos. Durante unos segundos, la tía Marta, su marido, la vecina y yo permanecimos indecisos.
El piso de ladrillos estaba comido de polvo y del techo de madera colgaban calandrajos de telaraña.
Antes de inspeccionar los dormitorios, pasamos al comedor y descorrimos las cortinas.
En el aparador, la blancura de la vajilla, que estaba incompleta, se había apagado. Esta veladura confería a las piezas restantes un aire de objetos antiguos y valiosos.
La tía Marta señaló que faltaba también el reloj de bronce dorado cuya esfera sostenían tres ninfas de obsidiana. Explicó que se trataba de un regalo del tío Pedro a su segunda mujer.
El cardenillo había coloreado de un verde ponzoñoso el brasero de cobre que decoraba una de las paredes. Los cuadros con escenas cinegéticas estaban todos.
La puerta que daba al patio, por donde había entrado mi padre rompiendo un cristal, estaba abierta. Pero la tía Marta, en un arrebato, abrió también de par en par la ventana, y a continuación, con gran alboroto de tablillas que crujían y se descascarillaban, enrolló hasta arriba la persiana.
Estábamos tan cerca que, antes de pasar a las habitaciones, nos asomamos a la cocina. Al marido de la tía Marta, que era aficionado a la literatura, le pareció el laboratorio de un alquimista obsesionado con la búsqueda de la piedra filosofal.
El batiburrillo de cazos, ollas, sartenes y otros utensilios pringosos arrancó exclamaciones de horror a las mujeres, que fueron las primeras en dar media vuelta.
Pasamos al primer dormitorio, en el que una percha en tenguerengue captó nuestra atención. Le faltaba un clavo y soportaba tal carga de ropa que su caída parecía un hecho inminente.
Como nos habíamos detenido a contemplarla, mi padre carraspeó. La percha, que llevaba así Dios sabe el tiempo, no iba a derrumbarse ahora para no defraudar el interés suscitado.

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Una vecina vino a avisar a mis padres. La tenía extrañada el silencio en que estaba sumida la casona. No oía el crujido de las tablas del sobrado, por donde el tío Pedro había adquirido la costumbre de pasear de noche.
Había advertido también que los gatos se colaban tranquilamente en la vivienda. Ella sabía que el tío Pedro detestaba a esos felinos, a los que echaba sin contemplaciones, arrojándoles lo primero que encontraba a mano. De hecho, había desgraciado a unos cuantos.
Antes de decidirse a informar a mis progenitores, había golpeado repetidas veces la puerta con el aldabón en forma de mano ensortijada que agarra una bola, sin obtener respuesta.
Mi padre tuvo que saltar la tapia que separaba el patio del tío Pedro del de la vecina.
Desde hacía mucho tiempo nadie de la familia había puesto los pies en esta casa antigua, en la que, persuadido por su hermano mayor, se quedó a vivir mi abuelo Vicente cuando se casó, y en la que nacieron mis dos tías y mi madre.
Además, el tío Pedro había enviudado por primera vez y estaba muy afectado por esta desgracia.
Su desconsuelo no impidió que la gente lo señalara como el causante de la enfermedad mortal de su joven esposa. Tal era su reputación de perdulario.
Hizo propósito de enmienda. A pesar de su poca chicha adelgazó y lo invadió la melancolía.
Esta imagen doliente fue combatida por los allegados de la difunta, para quienes no era más que una pose. Un intento de revestir su supuesta contrición de credibilidad. Ellos no podían olvidar, entre otras faenas, la última.
Dos días antes del fatal desenlace, se pasó toda la noche jugando a las cartas en un garito infame.
Cuando le reprocharon su conducta, respondió que se sentía tan impotente que o se distraía o se volvía loco. Esta explicación, habida cuenta de su debilidad por el julepe, fue considerada como una prueba más de su cinismo.
A quien se ganó con el cambio experimentado fue al abuelo Vicente, que había dejado de tenerlo endiosado pero que seguía profesándole un cariño y una admiración de hermano menor.
La prematura muerte de su mujer fue un duro golpe para él. Sus expresiones de dolor eran sinceras.
Este revés cambió su carácter, volviéndolo menos comunicativo y más responsable. No se trataba de un paripé. Él vivía todos los momentos, incluidos los aciagos, con intensidad.

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Era un anciano enjuto y entrecano, que se presentaba en casa de improviso. Se apoyaba en un bastón y, al hablar, espurreaba saliva.
Llegaba, se sentaba, se enjugaba la boca con el pañuelo y, tras enumerar sus achaques, empezaba a contar historias.
Mi madre mascullaba: “Ya está aquí”. Y se quitaba de en medio.
Si ella rondaba cerca y podía oírlo, él juraba que le haría un regalo muy pronto.
Pero la promesa, encaminada a ganarse su favor, no se cumplió nunca.
Este pariente había llevado una vida agitada y poco ortodoxa. Su situación actual era bastante delicada.
Cuando la tía Marta nos hacía una visita, mi madre y ella se despachaban a su gusto. Ambas estaban animadas por la misma antipatía hacia el anciano, ambas sufrían sus periódicas incursiones y ambas envidiaban a la tía Pepa que, como vivía en Sevilla, se libraba de ellas.
Él fue, porque así le convenía, quien dispuso la partición del patrimonio familiar tras la muerte de su hermano, mi abuelo materno, siendo todavía muy jóvenes sus tres sobrinas, de las que se desentendió, así como de su cuñada.
La tía Pepa, la más pequeña de las tres, opinaba que había que agradecerle su egoísmo, pues, dado que era un despilfarrador, mucho peor habría sido para ellas que se hubiese ocupado de la administración de todas las tierras.
A fin de cuentas, ellas habían salido adelante mientras que él…
Pero había más. Se casó tres veces, las mismas que enviudó. No tuvo descendencia de ninguno de sus matrimonios, el último de los cuales provocó un revuelo familiar.
La novia era también una viuda que lo sobrepasaba en edad pero en perfecto estado de salud. El tío Pedro parecía mayor que ella, pues, como consecuencia de sus vicios y correrías, estaba depauperado.
Era “vox populi” que ella se había casado con la intención de enterrar al tío Pedro y rapiñar (tal era el término empleado) lo que aún le quedara.
Cuando ya era tarde, comprobó horrorizada que su cónyuge no sólo no tenía un céntimo sino que estaba entrampado. Incluso sobre la casona pesaba una hipoteca.
La tía Marta aseguraba que, al descubrir su pifia monumental, murió del sofocón. Y concluía con retintín: “Fue por lana”…

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…estábamos sentados en la terraza de la cervecería Torre del Oro. Era una de esas reuniones sentimentales de antiguos compañeros de carrera. Primero tomaríamos una copa y luego iríamos a cenar. Habíamos convenido que los niños se quedarían con los abuelos o con un vecino complaciente. Las criaturas, aun siendo angelicales, se ponen latosas tarde o temprano.
De todas formas, hay niños y niños. El de Julián Rosales pertenece a la categoría de los insoportables. Julián y su mujer no habían encontrado a nadie con quien dejar al pequeño. Tampoco se les ocurrió contratar a una canguro. Insistieron en que lo sentían mucho.
Manolito empezó a dar la murga sin pérdida de tiempo. Traía una pelota que los padres, para congraciárselo, le habían comprado por el camino. El niño empezó a botarla cada vez más fuerte hasta que se le escapó de las manos y rompió un vaso. Los padres le riñeron y Manolito se puso a llorar al lado de Alfonso García, cuyo horror por la infancia no es ningún secreto.
El niño no paraba de berrear. Observamos que Julián estaba cada vez más nervioso. Poniendo a mal tiempo buena cara, le sugerimos que lo dejara desahogarse. Ya se cansaría.
Craso error por nuestra parte. Alfonso, que no sabía cómo quitárselo de encima, se metió la mano en el bolsillo y dio una moneda a Manolito a la par que le decía entre dientes: “Toma, ve a comprar algo y deja de llorar, que te pones más feo que una cotufa”.
El niño corrió adonde estaban sus padres para enseñarles el dinero. Tras restregarse los ojos y la nariz con el dorso de la mano, les preguntó: “¿Qué es una cotufa?” “Una qué. Habla claro” “Ese hombre me ha dicho”…

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…¿Dónde exactamente? ¿En la sierra de Hueva o en la de Sevilla? En ambas hay romero, brezo, encinas, madroños. Había olvidado el nombre del pueblo. La estrecha carretera discurría flanqueada por cercas de piedra, que se alzaban más allá de las profundas cunetas. A la altura de los primeros corrales acababa el asfaltado y empezaba el piso de adoquines. La carretera se convertía en calle. Aquí y allá, interrumpiendo la blancura de las paredes, aparecían portones pintados de añil, como retazos de cielo…

…pelo recogido en un moño, tez morena, ojos rasgados, nariz recta, pómulos marcados, labios finos, barbilla bien moldeada. Pero su cuerpo había perdido la gracia de la juventud. Encarnecido y ajado, contrastaba con la belleza de las facciones.
Los signos de la servidumbre convivían con una sensibilidad que se adivinaba exquisita. Esta era la impresión que sus andares garbosos y su mirada profunda confirmaban.
El efecto era turbador, pero duraba el tiempo de oírla hablar.
Destacados miembros de la corte celestial salían malparados en cuanto abría la boca, pues, antes de entrar en materia, tenía por costumbre lanzar unos cuantos juramentos.
Tachonada de palabras soeces, su conversación giraba de preferencia sobre lances amatorios, que exponía con minuciosidad y parsimonia.
Tal era su reputación de deslenguada que, para no desmerecerla, le era necesario realizar piruetas verbales más propias de un poeta gongorino que de una comadre…

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In illo tempore (LVI)

…Martín entró sigilosamente por la puerta trasera, que él sabía cómo abrir aunque estuviese cerrada. Pegado a la pared del patio, se deslizó de puntillas. Las luces estaban apagadas, pero eso no lo tranquilizó. Su padre podía estar esperándolo en la oscuridad con la correa en la mano. Ojalá tuviera que levantarse temprano y ya se hubiese acostado. ¿Y si había echado el cerrojo a la puerta de la cocina? La cabeza le bullía de negros pensamientos mientras avanzaba muy quedo. Lo más probable era que esa noche no se librase de una buena tunda…

…una larga hilera de chumberas se extendía en paralelo a las vías del tren. “Allí es” dijo Martín a la pandilla que capitaneaba. Los niños venían pertrechados con cubos y cañas rajadas y abiertas por uno de sus extremos, de forma que quedara un hueco del tamaño de un huevo. Esta cavidad se mantenía con la ayuda de una piedrecita colocada en el interior y fijada con cuerdas.
Dejaron los cubos de plástico en el suelo y contemplaron ese amasijo de pencas cargadas de higos y erizadas de espinas. Martín no había exagerado. Sin pérdida de tiempo pusieron manos a la obra.
Al cabo de cinco minutos se oyeron ruidos guturales y a un niño que gritaba: “¿Qué te pasa?”. Otro dijo: “Se ha engollipado”.
Martín se acercó corriendo. Encorvado y rojo como la grana, uno de sus compañeros se esforzaba por expulsar el mazacote de pulpa y pepitas que le obstruía la garganta, cortándole la respiración.
En un tris estuvo de morir asfixiado. Pero gracias a los golpes que Martín le propinó en las espaldas pudo arrojar el bolo verdoso…

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– ¿Y entonces?
-No sé.
-Pero yo la vi el otro día con el hijo de Adriana, los dos muy juntitos y acaramelados. Con decirte que ni siquiera me saludó. No me vería, claro.
-Esta hija mía se achara en cuanto se habla de novios. Seguramente tú sabes más que yo…

…te topas con ellos en cualquier parte. Morenos y sucios. Moviendo a compasión o a desprecio. La gente los mira de refilón, temiendo que se acerquen. No acaba de acostumbrarse. A lo más que llega es a considerarlos una nota pintoresca. Alegres pero sin educación. Desharrapados. Mientras tomas un café o saludas a un conocido, se acercan mirándote directamente a los ojos. Con una sonrisa en los labios. Vienen a pedirte dinero y tú los despachas como buenamente puedes. Tal vez esbozando una mueca de disgusto. Sin mirarles a la cara. Negando con la cabeza. Y ellos se dan media vuelta. Igual de contentos. Tanto si tu puño se ha abierto como si se ha mantenido cerrado…

…no se negaría en redondo. Ése no era su estilo. Alegaría que estaba ocupado. Mientras marchaba a su encuentro, imaginé la charla que tendríamos, incluidos sus gestos.
En efecto, no podía ser. No me dio ninguna razón de peso. Se limitó a exhibir su abanico de recursos, que me sabía de memoria, para cuando no quería hacer algo.
Adoptó un aire de arrogancia apenas contrarrestado por sus inconsistentes excusas. Sus sólidos argumentos las llamó sin pestañear. Luego dijo algo sobre dificultades insalvables. Yo observaba cómo hacía el paripé…

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