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Posts Tagged ‘Alfa-Romeo’

                                          III
El corazón me dio un vuelco y me rompió un sudor frío. “¿Te has vuelto loco?” grité.
Esteban, que se había puesto a adelantar coches de forma suicida, no me escuchaba.
A pesar de los bocinazos e insultos de los iracundos conductores, mantuvo la presión sobre el pedal.
Estaba poseído por un demonio y no atendía a razones. No se podía hacer nada salvo dejar que se estrellara.
¡Pero yo no quería acabar hecho papilla!
Milagrosamente, cuando íbamos a estamparnos en un muro de cemento, logró frenar a escasos centímetros.
Dos policías con cara de vinagre se pararon a nuestro lado y le hicieron a Esteban la prueba de la alcoholemia, que dio negativa.
No había bebido nada. Él hace las locuras y las idioteces completamente sobrio.
Luego los policías le pidieron los papeles y descubrieron con evidente fruición que iba indocumentado.
Arrestaron a Esteban y se informaron de si yo tenía carnet de conducir. Respondí afirmativamente. En vista de mi palidez, me preguntaron si podía hacerme cargo del deportivo rojo. Volví a responder que sí.

IV

Miré al Alfa-Romeo como a un enemigo declarado. Intuía que mis problemas no habían concluido.
No me gustaban ni el color ni la forma del coche.
Uno de los policías me aconsejó que buscase un aparcamiento, y que descansase antes de tomar una decisión.
La decisión ya estaba tomada: regresar al pueblo. Pero no estaba en condiciones de viajar hasta que se me pasara el susto. Así pues, seguí la indicación del agente y busqué un lugar donde dejar el deportivo.
En Sevilla no es tarea fácil encontrar aparcamiento y aún menos en el barrio donde estaba. Me senté al volante y empecé a dar vueltas.
A causa de mi nerviosismo y de mi contrariedad me hice un bonito lío con los pedales del coche.
Como dudaba del emplazamiento del freno, del acelerador y del embrague, los pies se me enredaban como si estuviesen marcando los pasos de un baile desconocido.
Pasé junto a la Feria del Libro. En una calle cercana, que era zona azul, encontré una plaza libre.
Me di prisa en estacionar el deportivo y me dirigí al parquímetro en el que introduje el único euro que tenía en el monedero. Eso significaba que disponía de una hora.

 

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                                        I
Nos dirigimos a la vivienda que habían alquilado unos extranjeros en la calle Tercia. No es que Las Hilandarias se haya puesto de moda y haya entrado a formar parte de los “tour operators”. Pero de vez en cuando recalan en el pueblo británicos, alemanes o franceses. Incluso escandinavos. Es el signo de los tiempos.
La idea fue de Esteban. Teniendo en cuenta que a duras penas chapurrea un poco de inglés, su habilidad para relacionarse con todo el mundo es admirable.
Estos visitantes en concreto de cuya nacionalidad no me enteré, no hablaban apenas español. Casi se puede afirmar que no hablaban.
Mi amigo entró como Pedro por su casa, como si fuese uno más de la familia. Su desenvoltura es para mí otro motivo de asombro.
Se coló o nos colamos de rondón. Cruzamos el zaguán, la habitación de en medio y el comedor, desembocando en el patio sombreado por una parra, al fondo del cual había un cobertizo donde estaban los rubicundos forasteros jugando a las cartas.
Nos acercamos y contemplamos durante un rato cómo jugaban en silencio. Nadie dijo nada, ni ellos ni nosotros. Cuando nos cansamos de mirar, nos dimos media vuelta y nos fuimos.

 II

Esteban me propuso entonces dar un paseo en coche. Yo pensaba que ni siquiera tenía carnet de conducir.
Respondió a mi gesto de extrañeza con una sonrisa pícara en la que leí: “En cualquier caso tengo coche”.
Se trataba de un magnífico deportivo rojo.
Como me temía, Esteban era un conductor impulsivo. Rápidamente me arrepentí de haber aceptado su invitación, aun siendo consciente de que habría tomado a mal mi negativa.
Desde luego, montarme en ese bólido con Esteban al volante era una temeridad sin perdón de Dios.
El aerodinámico Alfa-Romeo llegó a Sevilla en un abrir y cerrar de ojos. Tras el vertiginoso viaje, empezamos a recorrer la ciudad como dos turistas ansiosos por descubrir rincones típicos.
Cada vez que Esteban apartaba la vista de la calzada para mirar a un lado o a otro, yo sentía un cosquilleo en el estómago. Su aparente seguridad incrementaba mi inquietud.
Sin venir a cuento dio un acelerón. Estas reacciones impredecibles y estúpidas impiden que uno pueda fiarse de él.
Hasta ese momento se había comportado prudentemente, pero en un acceso de hastío decidió tirar por la borda su sensatez.

 

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