IV
Me sorprendió. No esperaba que aceptase a la primera. Había dado por supuesto que reaccionaría riéndose, tomándoselo a broma, que se iría por la tangente o, a lo sumo, que me daría largas.
Pero Laura, a pesar de su aire puritano, dijo con naturalidad:
— Bueno.
Cruzamos el puente de Triana y enfilamos la calle San Jacinto.
Íbamos en silencio, como dos turistas absortos en la contemplación de la ciudad.
La situación me resultaba incómoda. Laura caminaba muy erguida. Del hombro le colgaba su bolso de terciopelo negro con espejuelos, al que debía tener un cariño especial, pues, pese a estar ajado, era su preferido.
De vez en cuando la miraba de reojo, sin advertir en ella ningún signo de tensión.
Por suerte recuperamos el habla cuando llegamos a mi piso. Y eso fue lo que hicimos: acomodarnos en el salón y pasar el resto de la tarde charlando.
Como no tenía refrescos ni zumos, ni siquiera una infusión, y ella no tomaba bebidas alcohólicas, sólo pude ofrecerle agua del grifo para acompañar el plato de cacahuetes salados que puse en la mesa.
En una de nuestras conversaciones le dije que no parecía andaluza. Laura era espigada, tenía los ojos claros y el pelo trigueño. Me recordaba a una deidad nórdica. A una valquiria.
Esta observación la hizo sonreír. Replicó que en mis palabras había un fondo de verdad.
A Laura le gustaba rodearse de un halo de misterio.
Declinaba la tarde. Habíamos estado hablando animadamente y ahora guardábamos silencio.
Me levanté para correr la cortina y encender la lámpara de pie. Laura me pidió que no hiciera ninguna de las dos cosas. Quería seguir contemplando las luces del crepúsculo hasta que se apagasen del todo.
A los pocos minutos, vi cómo cogía su bolso de terciopelo negro y sacaba un paquete plano y alargado envuelto en un paño blanco. Lo desenvolvió cuidadosamente. Era una baraja. Con una voz opaca me comunicó que quería echarme las cartas.
Laura no bromeaba. De hecho, tenía poco desarrollado el sentido del humor. Sus ojos grises estaban fijos en mí. Yo no podía apartar de mi mente el semblante burlón de Aurelio.
Laura esperaba mi consentimiento. Traté de escabullirme.
—No tengo interés en saber nada. Estoy contento con mi vida. Dudo, por lo demás, que las cartas puedan desvelar el futuro…
— ¿No tendrás miedo?
— ¿Por qué iba a tener miedo?
— Se trata de una simple tirada de cartas que te proporcionará información importante.
— ¿Y tú cómo sabes eso?
— Lo sé.
Tras una ligera vacilación rectificó:
— Lo intuyo.
—Si te hace ilusión, adelante.
Laura cogió las cartas, que había dejado en la mesa, y empezó a envolverlas en el paño blanco.
— ¿Te has enfadado?
— No, claro que no.
— Échame las cartas.
— ¿De verdad?
— De verdad.

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