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Posted in Fotos, tagged cañaverales, casa, cipreses, olivos, paisaje, paisajes on junio 13, 2014| 5 Comments »
Posted in Una apariencia de normalidad, tagged arena, casa, hijo, manta, música, nana, niño on febrero 6, 2014| 5 Comments »
Me quité las pantuflas y me metí en la arena. Los granos se colaban por entre mis dedos produciéndome una sensación agradable.
Pero mi inquietud, que había sobrepasado a mi curiosidad, y esas notas melancólicas me mantenían tensionado, alerta.
Me dirigí a la sala de estar, donde la familia pasaba la mayor parte del tiempo.
Allí era adonde me llevaba la tonada.
Antaño había una gran camilla de enaguas verdes y tapa de cristal bajo la que se extendía un paño de ganchillo tejido por la abuela. Alrededor de esa mesa transcurrieron muchas veladas, muchas horas de charla y de silencio. Se podría afirmar que esa mesa había sido el centro neurálgico de la casa, el lugar donde maduraban y se tomaban las decisiones.
-o-
Envuelto en una manta, sobre la arena que se amoldaba a su contorno, sobre esos miles o millones de granos en los que percibí un movimiento de succión, se encontraba mi hijo pequeño.
Observé espantado que la arena no le había hecho un confortable hueco en su seno, sino que se lo estaba tragando.
Acudí corriendo y me puse a escarbar como un loco. No podía permitir semejante fechoría.
Pero mi hijo se hundía cada vez más. Lo miré a los ojos. Estaba sereno.
Su tranquilidad me abatió aún más. ¿Por qué no lloraba? ¿Por qué no forcejeaba? ¿Por qué no me prestaba su ayuda para que pudiera arrebatárselo a esos minúsculos granos voraces?
A la desesperada traté de desenterrarlo. Cogí la manta y la saqué de un tirón, quedándome con ella en las manos.
Luego contemplé anonadado cómo se cerraba el agujero y la arena se alisaba tras consumar la absorción.

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Posted in Una apariencia de normalidad, tagged arena, casa, música, nana, niño on febrero 5, 2014| Leave a Comment »
Me despertó la antigua y melodiosa canción con un fondo de tristeza que tanto me conmovía. Pero no lograba identificarla. La letra me llegaba lejana, como si la estuviesen susurrando. Sólo dos palabras, tal vez pertenecientes al estribillo, emergían claras: “mi niño”.
Permanecí escuchando. Ese arrullo monótono y melancólico que debía inducir al sueño, me desveló por completo.
La luz del alba entraba ya por la ventana de postigos entreabiertos. Observé los gruesos muros del dormitorio.
Había vuelto a la casa de mi infancia, a la que me vio nacer, a mí y a la mayoría de los miembros de mi familia, a varias generaciones. La conservaba en un estado de semiabandono. A causa de su vetustez y extensión, resultaba difícil de vender.
Habían aparecido compradores pero cuando se enteraban del precio, tras el regateo de rigor, se retiraban. La casa valía el dinero que se les pedía. Otra cosa es que todos ellos, sin excepción, quisieran derribarla y construir en el solar una nueva vivienda.
Tal vez, dado que había unanimidad al respecto, el importe fuese excesivo. Tal vez, a pesar de ser un elefante blanco, no quisiera desprenderme de la casa. No al menos hasta que descubriese su secreto. Entonces tal vez la abaratase.
Por eso estaba allí. Oficialmente porque había salido un nuevo comprador que quería verla. Verdaderamente porque quería averiguar el origen de esa canción de cuna.
-o-
Hasta mi dormitorio situado en la planta alta, atravesando unas paredes de medio metro de grosor y unas recias puertas de madera, llegó ese arrullo.
Primero me incorporé, con la vista fija en el testero descalichado. Luego me senté en el borde de la cama. Esa voz me oprimía el pecho. Contuve la respiración para oír mejor.
Sólo captaba las palabras “mi niño”. El resto era ininteligible.
Supuse que la letra, como la de numerosas nanas, aludía a críos que se pierden y no encuentran el camino de regreso, o que tienen hambre y frío, o a los que un hombre malvado se lleva.
Me puse las pantuflas y me levanté. La voz venía de abajo.
Me detuve en el vano de la puerta. La tonada se había debilitado. Estuve quieto hasta que retomó fuerza.
Ocurría siempre que en un determinado momento la voz se extinguía. El silencio me rodeaba. El misterio se escabullía.
Bajé los escalones con la mano apoyada en la pared.
En el rellano me paré en seco, sin dar crédito a mis ojos. La planta baja estaba inundada de arena. Esa superficie rubia y ondulada, por lo que alcanzaba a ver, cubría el suelo de todas las habitaciones.

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Posted in Cuentos, tagged Álvarez, casa, huerta, Javier, noviembre, otoño, rioja on enero 13, 2014| 4 Comments »
IV
Había tres huertas consecutivas. Fue la tercera, la que estaba más alejada, la que se adentraba más en el monte, la que tenía la casa más cerca de la orilla del río, cuyo murmullo se escuchaba como una apaciguadora música de fondo, fue ésa la que más le gustó y fue ésa precisamente la que estaba disponible.
La propiedad se adecuaba tanto a sus expectativas que cambió de idea y, tras sumar sus ahorros y el dinero que obtendría por la venta del piso, pensó en comprar en vez de alquilar.
No actuó con astucia, mostró excesivo interés. Álvarez, el dueño, percatándose de ello, jugó esa baza.
Javier creyó que el trato se cerraría pronto, pero recibió una llamada de teléfono de Álvarez, el cual le contó una historia en relación con el cariño que su mujer le tenía a la huerta, y la pena que le daba desprenderse de ella. Ladinamente afirmó que tal vez no vendería, que necesitaba reflexionar.
El resultado fue que el precio subió. Javier regateó alegando que la casa no se encontraba en buen estado, que para vivir en ella había que hacer arreglos y mejoras. Pero la pesadumbre de la mujer de Álvarez sólo se mitigaba, que no desaparecía porque eso era imposible, con un buen fajo de billetes.
Javier hizo nuevos cálculos y acabó pasando por el aro. En lugar de contratar a un albañil para que hiciera las reformas necesarias, él mismo las haría los fines de semana. Esta idea no le disgustaba, pero la habilitación de la casa llevaría más tiempo del previsto. Y aun así, para determinadas tareas, tendría que llamar a un obrero cualificado.
La casita, compuesta por una habitación central con chimenea, un dormitorio, una cocina alargada y estrecha con una puerta a la parte trasera, y un pequeño cuarto de baño, quedó tan acogedora que Javier dio por bien empleados el dinero y el trabajo invertidos en ella.
Se acercaba la hora del traslado y la noche de la inauguración, la primera noche formal que pasaría en la casa de la huerta. No era, por supuesto, la primera. Anteriormente, obligado por las circunstancias, se había quedado a dormir en medio de las herramientas, los sacos de cemento y la suciedad que conllevan las obras. Pero esas noches no contaban. Esas noches eran prolongaciones de su jornada laboral y acababa tan cansado que cerraba los ojos en cuanto se echaba en la cama.
El cuatro de noviembre, aspirando el olor a tierra mojada tras las recientes lluvias, Javier recorrió el camino que discurría entre olivos, y del que partía otro en declive hasta la huerta.
Bajó la cuesta, se detuvo ante la cancela y la abrió. Una vez dentro, volvió a cerrarla corriendo el cerrojo y echando el candado.
Aparcó el coche en el rellano que había al lado de la casa, junto a las pitas de las que emergía un alto bohordo, un estilizado candelabro vegetal de numerosos brazos.
Las tardes otoñales eran cortas y ésta lo sería más, pues el cielo estaba nublado. De vez en cuando caían cuatro gotas. La noche, que tan profunda era en el monte, prometía ser lluviosa y negra como la tinta.
Para la cena había traído una botella de rioja que descorcharía para celebrar el estreno de la casa. Un tinto de color cereza y destellos de rubí con el que brindaría por su nueva vida.

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Posted in Fotos, tagged casa, jaramagos, paisaje on marzo 23, 2013| 2 Comments »

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Posted in Cuentos, Una apariencia de normalidad, tagged casa, charcas, encinar, jardín, pradera, viento on abril 27, 2011| Leave a Comment »

1
Me detuve en el límite del encinar. Ante mí se extendía una vasta pradera. La casa estaba situada en una elevación del terreno que, desde lejos, parecía una meseta en miniatura.
Durante un rato contemplé el hermoso paisaje. Los días de agua y de sol se alternaban y el resultado estaba a la vista.
En la superficie levemente ondulada del herbazal había charcas, en las que proliferaban las plantas acuáticas.
Eché a andar sin prisa. Me hallaba en un peculiar estado de ánimo, en el que se mezclaban la atracción y el recelo.
Las charcas, punteadas de infinidad de florecillas blancas, tan apretadas en algunos lugares que semejaban un mullido tapiz, retenían mi atención.
Cogí una ramita de mastranzo que crecía a orillas de estos aguazales, la estrujé entre los dedos para aspirar su refrescante aroma, y seguí caminando.
Entre tanto verdor, destacaban los ranúnculos de un amarillo brillante.
2
Sin darme cuenta llegué a los pies de la ladera. Despacio, subí y me dirigí a la casa. Su deterioro era mayor del que esperaba. Desde allí arriba se divisaba toda la pradera delimitada por una línea irregular de copudas encinas.
A la cancela del jardín le faltaba una de las hojas y la otra, casi fuera de los goznes, colgaba inclinada.
Los naranjos, membrillos y otros árboles, sin podar desde hacía años, formaban una densa maraña de ramas leñosas.
No se escuchaba ningún pájaro. Pero el murmullo del viento era constante, lo cual no tenía nada de extraño en ese paraje elevado y solitario.
No quedaba rastro de flores. Los animales y los intrusos habían dado buena cuenta de ellas. Sin embargo, el jardín no estaba invadido por la maleza. Tan sólo algunas zarzas habían escalado las tapias y exhibían sus largos tallos espinosos.
Nota.-En esta entrada puedes leer el cuento completo.
3
Conforme me acercaba a la casa por el sendero principal, mayor era mi asombro. La fachada se hallaba cubierta de caracoles.
Nunca había visto tantos en mi vida. Tenía que haber miles y miles.
Yo había venido con la intención de entrar. Como no tenía llave, sólo podía lograr mi objetivo forzando una de las dos puertas que daban al exterior, o escalando la pared y colándome por uno de los tres balcones.
Las dos puertas, en previsión de curiosos y ladrones, estaban provistas de dos barras de hierro con candados de seguridad.
Como había previsto desde un principio, sólo tenía una posibilidad: trepar y entrar por el balcón de la izquierda, el que correspondía a mi antigua habitación. Por este motivo, sabía que el pasador de uno de los postigos no resistiría un empujón.
También había que romper el cristal, pero el verdadero e imprevisto problema lo constituía ese inaudito apiñamiento de caracoles.
4
Se trataba de una variedad de tamaño mediano o pequeño, de carne muy apreciada por los consumidores de estos gasterópodos.
La concha era fina y lisa, blanquecina, con franjas de tonalidad ocre. Se tenía que quebrar con suma facilidad. Imaginé el leve crujido que produciría al ser aplastada.
Inevitablemente iba a tener que perpetrar una escabechina.
Los caracoles no me inspiran ningún sentimiento especial. Recordé la reacción de una inglesa a la que unos amigos invitaron a comer. Cuando se asomó a la olla y vio que contenía un guisado de caracoles, esbozó un inequívoco gesto de repugnancia. Luego se apartó con una sonrisa hipócrita.
Cuando caía un chaparrón primaveral, uno de los juegos infantiles consistía en esperar a que escampara para ir a buscar caracoles. Los cogíamos para hacer carreras, a las que eran reacios.
Para animarlos, les cantábamos: “Caracol, caracol, saca los cuernos al sol”. Algunos obedecían y, extendiendo los tentáculos de su cabeza, inspeccionaban el terreno antes de ponerse en movimiento.
5
El irregular conglomerado tenía varias capas de espesor en algunos lugares.
Era la apoteosis de la espiral, que se agrupaba formando racimos, bullones y guirnaldas.
Pasé la mano por los barrotes de la ventana de la izquierda y los limpié de caracoles.
Los vanos de la fachada estaban enmarcados en un alfiz de ladrillos rojos, que no eran visibles.
Metí los dedos en esa proliferación de conchas y desprendí un bloque que se fragmentó en multitud de pedazos al chocar contra el suelo.
En parte el alfiz quedó al descubierto. Me encaramé a la ventana e inicié el ascenso.
Pasé un momento de apuro a mitad de camino. Apoyado en el borde de los ladrillos y agarrado a los hierros del balcón, no pude hacer nada para protegerme de una avalancha de caracoles que se abatió sobre mí.
Cerré los ojos y aguanté el desmoronamiento de un lienzo de la falsa pared de moluscos.
Me sacudí y seguí trepando. Finalmente, salté al interior del balcón, que despejé de caracoles. Me quité la mochila y saqué el martillo que había guardado en ella.
6
Rompí el cristal y presioné el postigo, cuyo pasador no encajaba bien. No era cuestión de fuerza sino de habilidad y paciencia.
Cuando cedió el pestillo, las bisagras rechinaron y la hoja se entreabrió con desgana. La empujé y el interior, con manchas de humedad y grietas en el cielo raso, quedó iluminado. Sobre todo había polvo.
Lo que veía no me sorprendió. Era, más o menos, lo que esperaba encontrar.
Giré el tirador, pero la madera de la puerta estaba hinchada y resistió mi primer intento de abrirla. Me hizo falta aplicarme con ahínco para que, con profusión de chirridos, me dejara pasar.
Fue en ese momento cuando empecé a notar algo extraño alrededor de mí.
7
Fue como si algo o alguien me aspirara.
Deseché esta idea fantasiosa. A plena luz del día no podían ocurrir cosas raras.
Me bastó dar algunos pasos para salir de mi error. La sensación de estar siendo atraído por un imán se hizo más intensa.
Y esta fuerza magnética iba en aumento, arrastrándome al exterior. Lo cual no dejaba de tener gracia después del trabajo que me había costado entrar.
Cuando la atracción se hizo insoportable, dejé que actuase libremente.
En definitiva, fue un alivio verme flotando sobre la pradera.
El aire fresco, las bandadas de pájaros y las charcas rebosantes de vida me hicieron olvidar rápidamente la casa decrépita.
Sobrevolé un arroyuelo bordeado de carrizos con sus plumosos penachos de la temporada anterior. Más allá, inicié el descenso en una zona salpicada de miosotis azulados, en cuyo centro se hallaba ella.
8
Todas las edades parecían confluir en esa mujer de ojos claros (por más que lo intento, no logro recordar si glaucos o dorados), que destellaban como los de un niño travieso.
Tenía el pelo recogido en un rodete y la piel atezada, como si pasase mucho tiempo al aire libre.
Vestía una blusa blanca y un corpiño cerrado con un cordón. La falda estaba adornada con cintas multicolores.
Cuando me habló, pensé, tal era mi desconcierto, que se estaba dirigiendo a otra persona. Pero allí, aparte de nosotros dos, no había nadie más.
Creo que estuvo sermoneándome, aunque no recuerdo sus palabras sino, vagamente, el gesto reprobatorio de quien está echando una regañina.

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