Javier chillaba como una rata a la que le hubiesen pisado el rabo. Carrasco le reía las gracias con su risa caballuna. Anita montaba guardia delante de la mesa con el tapeo y las bebidas para impedir el asalto de los desaprensivos. Cuando Javier y Carrasco se acercaban, ella extendía un brazo conminándolos a que se alejasen. Entonces Javier se arrodillaba y le pedía permiso para coger una patata frita o una aceituna. Carrasco lo secundaba diciendo: “¡Déjalo, pobrecillo!”.
Anita, moviendo la cabeza de derecha a izquierda, replicaba: “Todavía no”. Javier fingía entonces llorar amargamente y, para enfatizar la escena, le pedía un pañuelo a su comparsa, que se apresuraba a dárselo.
Enjugándose las lágrimas de cocodrilo, repetía su ruego con voz entrecortada: “Una olivita” “¿No te da lástima?” remachaba el otro gaznápiro. Pero Anita se mantenía en sus trece.
Faltaban Salud y María Jesús, que tenían por norma llegar tarde a los guateques. Marín, el dueño de la cochera, había ido a buscar a Marisa que había prometido venir, pero que no había aparecido.
Marín no sólo tenía que encontrarla sino convencerla de que tomar una copa escuchando música no era algo pecaminoso. Marisa estudiaba en un colegio de monjas donde inculcaban ideas estrictas.
La batalla que Marín debía librar, tenía escasas posibilidades de éxito.
Empezó a cundir la impaciencia. Apoyando a Javier, nos pusimos a corear: “¡Una olivita! ¡Una olivita!”.
Anita se tapó los oídos y se volvió de espalda, pero no cedió. Javier hizo señas a Carrasco de que rapiñara algo mientras él lanzaba un berrido de distracción.
Un paquete de aceitunas rellenas salió volando por los aires y fue recibido con vivas y aplausos.
Por un momento Anita pareció decidida a enfadarse de verdad, pero se limitó a esbozar una mueca de desprecio.
Del sermón que nos habría largado, nos libró la entrada triunfal de Salud, María Jesús, Marisa y Marín. Clavando la mirada en éste último y manoteando desaforadamente, Anita le transmitió su apuro para tenernos a raya.
Salud y María Jesús entraron cogidas del brazo. Marín venía radiante de felicidad. Marisa traía al cuello un fular rojo.
Sentí un malestar indefinible. “Ese fular” susurré. Diego me preguntó: “¿Qué dices?” “Nada”.
A instancias de Marín, que debía habérselo prometido a Marisa, la bombilla central permaneció encendida.
Los recién llegados se quitaron los abrigos y los colocaron sobre los que ya estaban amontonados en una silla. Sólo Marisa siguió enfundada en el suyo. Pero gracias a los buenos oficios de Marín se avino a quitárselo también.
Había observado el desarrollo de los acontecimientos resignándome a lo inevitable. Respiraba a pequeños sorbos. A pesar del bullicio experimentaba una sensación de vacío y silencio.
El fular de Marisa, al que se agarraba con una mano, era rojo oscuro. Ese color me sumergió en un morboso estado anímico. Tenía que sustraerme a su influencia. Tenía que irme para no seguir viéndolo.
Flaqueándome las piernas, salí de la cochera. La sangre me golpeaba en las sienes. Los latidos del corazón resonaban en mis oídos.
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