96.-El dolor es una de las realidades más apabullantes. Hablamos del dolor físico. De un dolor de muelas, de un cólico nefrítico, de una úlcera de estómago. Cualquiera de ellos se impone por sí solo y anula todo lo demás. Absorbe la energía y la atención. Nos pone en sus manos. La única cuestión que se plantea es cómo librarnos de él o, al menos, cómo disminuir su poder.
El dolor, si es suficientemente intenso o punzante, está reñido con cualquier consideración teórica, ya sea de índole filosófica, religiosa, moral u otra. El dolor no parte peras con nadie. Es una tiranía que excluye toda disidencia. Ni cavilaciones ni recuerdos. Ni por supuesto análisis como cuando se trata de sensaciones, emociones o sentimientos. Ante una buena jaqueca sólo existe el consuelo de un buen analgésico.
De hecho, no hay nada que analizar ni sopesar ni contrastar. Cuando el dolor hace acto de presencia, es todo nuestro. Nada más se puede añadir a esta evidencia.
El dolor, del que quisiéramos huir, al que quisiéramos dar un portazo en las narices, nos tiene férrea y paradójicamente atados a la realidad, en este caso encarnada en él. Las fantasías, las ensoñaciones, los devaneos mentales, cualquier forma de distracción o evasión se desmoronan, se reducen a polvo. El viento del dolor los avienta obligando al sujeto a enfrentarse consigo mismo, pues el dolor es suyo y de nadie más. Es lo más real que existe en ese momento. Real e implacable. Algo que no se puede compartir y ante lo que no caben los subterfugios ni los engaños.
En su ensayo sobre este tema, Ernst Jünger, en un lenguaje lejano y ajeno, habla de mundos heroicos, de guerras, de soldados…Advierto, erróneamente a lo mejor, cierta rigidez prusiana, los efectos de una educación estricta, la fascinación de Esparta.
¿Qué heroicidad hay en ser mutilado, en desangrarse como una res degollada, en sufrir una muerte horrible? ¿Dónde está el mérito de dejarse acribillar por cientos de mosquitos sin dar un solo manotazo para despachurrar a unos cuantos, sin perder la sonrisa ni la compostura, conversando agradablemente con los zumbidos de esos “ministriles de las ronchas y picadas” (Quevedo) como música de fondo, mientras se toma un refresco al aire libre? ¿Por inhumana o estúpida no espanta esa impasibilidad?
Las teorizaciones sobre el dolor, a no ser que vengan avaladas por la propia experiencia, en cuyo caso se tiende más a consignar hechos y datos, o dejan frío o producen irritación. No se trata de saber cómo debemos comportarnos sino cómo te comportaste tú en coyunturas de crudeza física. A lo mejor así se aprende algo, se saca alguna conclusión.
Eso es seguramente lo que interesa a la mayoría de las personas: informaciones derivadas de la historia de cada uno (del historial clínico, si se quiere) por si pueden ser de alguna utilidad. Esa ayuda es una esperanza muy extendida que, desgraciadamente, suele revelarse a menudo como una ilusión más.
¿El dolor dignifica, degrada, endurece, debilita? ¿O es simplemente una fatalidad como un día de lluvia o cualquier otro percance meteorológico?
¿Hay que enfrentarse al dolor como un valiente o tratar de evitarlo por todos los medios y, si esto no es posible, intentar reducir al mínimo sus efectos? La postura mayoritaria, y seguramente la más sensata, es la segunda, pero hay quien piensa que, si la entereza lo permite, la primera opción es preferible. Entendiéndase que no se trata de una absurda lucha a brazo partido con ese contrincante sino de la capacidad de trascender esa situación sin dejarse sojuzgar.
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