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Posts Tagged ‘dolor’

Sólo mi dolor tengo y otra cosa no quiero.
Siempre me ha sido fiel y lo seguirá siendo.
¿Cómo estar resentido con quien me ha acompañado
en las horas amargas en que mi corazón
triturado era a fondo por mi acongojada alma?
¡Oh, dolor! He acabado, ya ves, por respetarte,
pues estoy seguro de que nunca te irás.
Lo reconozco: eres, a fuerza de ser, bello.

Eres igual que quienes no abandonaron nunca
el fuego de mi pobre y negro corazón.
Más que una bienamada eres tú, dolor mío:
a ciencia cierta sé que el día en que agonice,
acostado estarás, dolor, entre mis sábanas,
para en el corazón una vez más entrar.

Me he tomado libertades en la traducción al español en versos alejandrinos del poema de Francis Jammes. Espero que sin traicionar (“traduttore, traditore”) el original, que se puede consultar aquí, respetando su cadencia y su espíritu religioso.

El dolor es una de las realidades más intolerables a la que debe enfrentarse el ser humano. El dolor moral. El dolor físico. El dolor que no deja escapatoria, que te doblega. El dolor de los inocentes, de los indefensos. El poeta de Béarn opta no sólo por la aceptación sino por la glorificación de lo que marca la vida desde el nacimiento hasta el trance final.

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Kierkegaard es un pensador que ha influido en numerosos escritores: en Unamuno, que aprendió danés para leerlo en el original, en Kafka, en Ibsen y en muchos otros. Es un lugar común considerarlo el padre del existencianlismo.

Aunque Kierkegaard no lo fue, ni siquiera se casó, otorga al padre una gran importancia. De él dice en su autobiografía que es un espejo donde el hijo se ve en el futuro. Y viceversa, el hijo es también un espejo donde se refleja el padre.

Las relaciones con el suyo no fueron buenas. Estuvieron marcadas por la melancolía del hijo, de la que el padre se creía culpable, y por la tristeza del padre, de la que el hijo se responsabilizaba. El resultado fue, como posteriormente lo sería también en el caso de Kafka, el silencio y el distanciamiento.

Esa melancolía, que será también la causa de su ruptura con Regine Olsen, lo arroja en el pecado y el desorden, aunque el propio Kierkegaard admite que, más que una cuestión teológica, se trata de un desequilibrio psíquico. Él habla exactamente de demencia.

En el fondo de su desarreglo Kierkegaard toca la fe. Este hecho significa un regreso a sí mismo. Pero el filósofo nórdico no se llama a engaño. Es consciente de que su barco hace agua desde el principio. Reconoce asimismo que debe a su esfuerzo por mantenerse a flote una existencia espiritual fuera de lo común. El desarrollo de su interioridad está en relación directa con sus desfallecimientos. Esa aflicción, lo que él llama “una astilla en mi carne”, es la causa de su excepcionalidad. Este planteamiento hace soportable su situación. De este modo tapona la vía de agua.

A la astilla en la carne dedica Kierkegaard varias reflexiones. Gracias a ella no se ha alejado de las cosas del mundo. Aunque quisiera dar la espalda, no podría. No hay mérito en su actitud. Y si hay alguno, a la esquirla corresponde.

Su angustia engendra un sentimiento religioso. Su desesperación lo conduce a la fe. Esa punzante astilla es la prueba de que él es un elegido. La tarea que le aguarda es la de escribir, la de dejar constancia de su periplo vital.

“Desde mi primera infancia, una flecha de dolor se clavó en mi corazón. Mientras se quede ahí, soy irónico. Si la arrancan, muero”.

Kierkegaard recurre a otra imagen marina cuando habla de la actitud correcta. Es la de un remero en su barca. Otra figura que clarifica esta cuestión es la del actor cegado por los focos ante el cual se abre la noche. Los remos ayudan al primero a avanzar sin pensar en el mañana. La profunda oscuridad sostiene al segundo.

Vivir inmerso en el presente, embebido en la tarea que uno tiene entre manos, implica no preocuparse por el futuro. Sólo existe el hoy y la misión que estamos desarrollando. Fijar la vista en el objetivo para medir nuestro progreso es una distracción que nos detiene o nos hace retroceder. Nuestro poder, si de tal cosa no es disparatado hablar, radica en estar presente, en ser contemporáneos de nosotros mismos.

La lucidez de Kierkegaard lo impulsa a asumir su desazón y a no buscar consuelo en la oración, no porque él se niegue a rezar. Como testigo insobornable de la verdad no le pide a Dios que alivie sus penas, sino que le dé fuerzas para resistir. Según este caballero de la fe, cuanto más ferviente es la súplica, más profundamente uno se hunde en el sufrimiento y más se acerca a Dios.

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DSC_001096.-El dolor es una de las realidades más apabullantes. Hablamos del dolor físico. De un dolor de muelas, de un cólico nefrítico, de una úlcera de estómago. Cualquiera de ellos se impone por sí solo y anula todo lo demás. Absorbe la energía y la atención. Nos pone en sus manos. La única cuestión que se plantea es cómo librarnos de él o, al menos, cómo disminuir su poder.

El dolor, si es suficientemente intenso o punzante, está reñido con cualquier consideración teórica, ya sea de índole filosófica, religiosa, moral u otra. El dolor no parte peras con nadie. Es una tiranía que excluye toda disidencia. Ni cavilaciones ni recuerdos. Ni por supuesto análisis como cuando se trata de sensaciones, emociones o sentimientos. Ante una buena jaqueca sólo existe el consuelo de un buen analgésico.

De hecho, no hay nada que analizar ni sopesar ni contrastar. Cuando el dolor hace acto de presencia, es todo nuestro. Nada más se puede añadir a esta evidencia.

El dolor, del que quisiéramos huir, al que quisiéramos dar un portazo en las narices, nos tiene férrea y paradójicamente atados a la realidad, en este caso encarnada en él. Las fantasías, las ensoñaciones, los devaneos mentales, cualquier forma de distracción o evasión se desmoronan, se reducen a polvo. El viento del dolor los avienta obligando al sujeto a enfrentarse consigo mismo, pues el dolor es suyo y de nadie más. Es lo más real que existe en ese momento. Real e implacable. Algo que no se puede compartir y ante lo que no caben los subterfugios ni los engaños.

En su ensayo sobre este tema, Ernst Jünger, en un lenguaje lejano y ajeno, habla de mundos heroicos, de guerras, de soldados…Advierto, erróneamente a lo mejor, cierta rigidez prusiana, los efectos de una educación estricta, la fascinación de Esparta.

¿Qué heroicidad hay en ser mutilado, en desangrarse como una res degollada, en sufrir una muerte horrible? ¿Dónde está el mérito de dejarse acribillar por cientos de mosquitos sin dar un solo manotazo para despachurrar a unos cuantos, sin perder la sonrisa ni la compostura, conversando agradablemente con los zumbidos de esos “ministriles de las ronchas y picadas” (Quevedo) como música de fondo, mientras se toma un refresco al aire libre? ¿Por inhumana o estúpida no espanta esa impasibilidad?

Las teorizaciones sobre el dolor, a no ser que vengan avaladas por la propia experiencia, en cuyo caso se tiende más a consignar hechos y datos, o dejan frío o producen irritación. No se trata de saber cómo debemos comportarnos sino cómo te comportaste tú en coyunturas de crudeza física. A lo mejor así se aprende algo, se saca alguna conclusión.

Eso es seguramente lo que interesa a la mayoría de las personas: informaciones derivadas de la historia de cada uno (del historial clínico, si se quiere) por si pueden ser de alguna utilidad. Esa ayuda es una esperanza muy extendida que, desgraciadamente, suele revelarse a menudo como una ilusión más.

¿El dolor dignifica, degrada, endurece, debilita? ¿O es simplemente una fatalidad como un día de lluvia o cualquier otro percance meteorológico?

¿Hay que enfrentarse al dolor como un valiente o tratar de evitarlo por todos los medios y, si esto no es posible, intentar reducir al mínimo sus efectos? La postura mayoritaria, y seguramente la más sensata, es la segunda, pero hay quien piensa que, si la entereza lo permite, la primera opción es preferible. Entendiéndase que no se trata de una absurda lucha a brazo partido con ese contrincante sino de la capacidad de trascender esa situación sin dejarse sojuzgar.

 

 

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