XII
Cogió un canto de pan que roció con aceite y espolvoreó con sal, y salió a escape. Se dirigió a la plaza del mercado que estaba tan solitaria como las calles recorridas. Se detuvo en uno de sus ángulos y escrutó todos los rincones.
A lo mejor se habían escondido tras los bancos de espaldares de hierro para darle un susto. Esta idea lo hizo sonreír.
Se puso a andar despacio hasta alcanzar el centro de la plaza, lanzando miradas de soslayo. Cuando llegó, dejó de masticar y aguzó el oído. Salvo el rumor procedente de una taberna, todo era silencio.
Engulló el último bocado de pan y, todavía esperanzado, se acercó a un banco distante y en penumbra, sobre el cual subió de un salto al tiempo que emitía una complaciente risita gutural. Pero detrás no había nadie.
Se limpió la boca con el dorso de la mano. Luego se fue. Tras andar treinta o cuarenta metros, se detuvo a la puerta de una tasca mal iluminada. Sólo había hombres bebiendo vino y hablando entre sí. De aquí era de donde procedía el murmullo.
Estuvo mirando un rato. Un parroquiano lo llamó, invitándolo a entrar. El zangolotino se sobresaltó. Sin darse tiempo a localizar al dueño de la voz, echó a correr.
Torciendo a la izquierda, cogió por una callejuela flanqueada de casas achaparradas que, a causa de sus aleros sobresalientes, parecían setas gigantes y un tanto siniestras.
Hacia su mitad se ensanchaba formando un amplio rectángulo terrizo en su mayor parte, que era otro de los lugares de juego de los niños.
Fue de aquí para allá con las manos metidas en los bolsillos resistiéndose a aceptar el hecho de que sus compañeros ya se habían recogido. Antes de rendirse agotaría todas las posibilidades. La desazón que experimentaba se intensificó.
Contorneó un inmenso edificio de ladrillos con ventanas a gran altura del suelo. El destartalado portalón estaba coronado por una claraboya con los cristales rotos. Anduvo un trecho pegado a la pared de esa oscura mole que servía de almacén de cereales y de cobertizo para guardar maquinaria agrícola. A continuación subió por una calle escalonada que desembocaba en otra transversal.
Su cabeza se embotaba por momentos. Aunque seguía andando en dirección a la plaza del ayuntamiento con la ilusión de encontrar a sus amigos, su ansiedad generaba una nebulosa de pensamientos absurdos, los cuales, obedeciendo a sus propias leyes, se sucedían, se interceptaban, se desplazaban, sin permitirle fijar su atención en nada.
Un tropel de ideas disparatadas, de ridiculeces que no venían a cuento, de preocupaciones inverosímiles, invadía su mente. Esas efímeras consideraciones tenían un denominador común: no dejaban tras de sí ninguna huella.
A nivel emocional la resignación iba ganando terreno insidiosamente, una resignación que se manifestaba ya como lástima de sí mismo, ya como estoica aceptación de la realidad.
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