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Posts Tagged ‘emblema’

Uno de sus mayores empeños era encontrar un emblema que sintetizase su ideal de armonía. Un emblema que permaneciese anclado en la memoria, aunque su significado no fuera evidente.
Cuando su novia lo dejó por razones relacionadas con este asunto que absorbía su tiempo y su atención, él era consciente de que se aislaba del mundo con demasiada frecuencia.
Eso era lo que su novia le reprochaba precisamente: su evasión de la realidad.
Pero él necesitaba concentrarse en sus sueños para darles forma, para concretarlos y evitar que se desvaneciesen o que se derrumbasen como un castillo de cartas al primer soplo de la crítica.
Debía aprehender sus intuiciones, las cuales comparaba a animales salvajes que se dejan ver de lejos pero en cuanto das un paso en su dirección, alzan la cabeza y se pierden en la espesura.
Cuando hacía partícipe a su novia de estas reflexiones, ella reía sin que él supiera por qué o ponía una cara extraña. Y a continuación le hablaba del vestido de lentejuelas doradas que había comprado para la fiesta de fin de año.
Ese vestido que lanzaba destellos le dio una idea. Se abstrajo y dejó de oír a su novia que le contaba algo a propósito del cotillón y de lo que sus amigas iban a ponerse.
Pensó en un espejo que reflejase e iluminase el dolor, en un espejo que nos devolviese la imagen de nuestro verdadero rostro, del que yace bajo tantas capas de hipocresía, de amargura, de miedo…
Más tarde desestimó ese símbolo. De hecho, abandonó la búsqueda de uno. Por entonces su novia ya lo había plantado. Afortunadamente no le había buscado un sustituto.
Quiso reanudar las relaciones. A fin de cuentas no habían roto por nada serio.
Justamente durante este proceso de acercamiento se fue perfilando un nombre. Las letras crecían y se entrecruzaban como si un paciente copista estuviese trazándolas.
Cuando acabaron de entrelazarse, al modo de las iniciales de un florido monograma, pudo leer el apodo con que era conocido en su niñez.

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Estudié, ingresé en la administración pública y me instalé en Sevilla sin que el sueño dejara de aflorar regularmente, produciéndome siempre idéntica consternación.
Para poner fin a esta situación, una idea me rondaba la cabeza desde hacía tiempo, pero me sentía incapaz de ponerla en práctica.
Estaba convencido de que carecía de facultades artísticas. Así pues, por temor a meterme en camisa de once varas, pospuse este proyecto sine die, no por desidia sino por inseguridad.
Y acabé resignándome a que la solución me viniese de fuera. Incluso creí encontrarla en un compañero de trabajo.

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Alejandro Monzón había estudiado Bellas Artes, era pintor y había realizado varias exposiciones.
Era una persona insustancial que soltaba risotadas sin ton ni son, siempre empeñada en mostrarse alegre como si de una obligación se tratara.
Pensé que no le importaría ayudarme. Por mi parte, estaba dispuesto a pagar su trabajo.
Se negó a aceptar mi dinero, pero creo que si hubiese insistido un poco más, habría cambiado de opinión.
Reconozco que su manoteo y sus carcajadas extemporáneas me daban mala espina. Y, sobre todo, su atención dispersa que, pese a sus cabezadas de asentimiento, me hacía dudar de que me estuviese escuchando realmente.
Cuando me enseñó el boceto, mis sospechas se confirmaron.
Traté de disimular mi decepción. Lo que estaba contemplando, a pesar de las indicaciones que le había dado, sólo tenía un lejano parecido con lo que le había encargado.

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Me matriculé en una academia de dibujo, adonde iba tres tardes por semana.
El profesor, Carlos Pineda, tenía fama de cuentista. Era un pintor que no había logrado introducirse en los circuitos comerciales y, por razones de subsistencia, se veía abocado a dar clases.
Pero la enseñanza no le atraía y bien que se le notaba.
A las explicaciones técnicas, las inevitables repeticiones y las tediosas correcciones, prefería las disquisiciones sobre el Arte.
Aunque suplía la profesionalidad con una buena dosis de cara dura, es justo reconocer que, cuando se ponía a divagar, decía cosas interesantes.
Uno de sus ritornelos favoritos versaba sobre nuestra mediatizada visión del mundo y de nosotros mismos. Para recuperar las formas y los colores originales o verdaderos se hacía necesario un proceso que él llamaba de “purificación de la mirada”.

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El segundo año, cuando ya había alcanzado cierta pericia, expuse a Carlos el proyecto que quería realizar.
Le pareció una idea original y quiso saber la razón, en el caso de que hubiera alguna, por la que había escogido ese motivo.
Dije lo primero que se me vino a la cabeza:
−Conjurar un sueño recurrente.

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Titulé la obra “El escudo de armas”, que, lógicamente, consistía en un emblema de una gran sencillez, sin adornos exteriores como coronas, collares o banderas.
Tampoco inscribí ninguna divisa aunque pasé un tiempo buscando y, de hecho, disponía de varias.
Mi intención era que primara la estilización y que la composición fuera sobria y equilibrada.
Tuve que hacer y tirar muchos bocetos antes de lograr mi propósito.
Sobre un fondo negro, mirando a la izquierda, pinté de perfil dos lagartijas de cabeza triangular y afilada, ojos vivos y una larga cola curvada, una debajo de otra, enmarcadas en un borde ajedrezado de escaques azules y argentados.
Cuando Carlos me pidió una descripción del cuadro, respondí:
−Dos lagartijas de plata en campo de sable.

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